“Poyejali,
me dije. Igual que Yuri Gagarin a bordo del Vostok 1, me fui sin saber que,
como el cosmonauta, tampoco encontraría a Dios al otro lado”.
Así se va Katia, “la hija del comunista”, del Berlín Oriental al Occidental. Así da
comienzo un nuevo acto del drama en que consiste vivir, cuando no puedes
hacerlo donde deseas.
“El comunista” es un exilado de la
guerra española. Perdedor. A mitad de la contienda ha podido escapar, para ir a
Rusia. Y de allí, trabajando para el Partido, a Alemania. Nunca volverá a casa.
Nunca dejará de añorar su casa. Y marcará a toda su familia. El comunista se ha
convertido en “un hombre atravesado
siempre por una nostalgia absurda de ninguna parte”.
“La hija del comunista” de Aroa
Moreno Durán es una novela lejana a las que suelo leer, a los géneros y los
temas que más me suelen interesar.
Al leerla, impresiona lo que pudo
significar el exilio, la vida lejos de lo de cada uno, el muro que separa, el
socialismo real, las decisiones equivocadas. Lo que pudo significar y lo que
aún hoy seguirá significando para muchos en situaciones similares.
Cuando todo eso se hace carne, cuando
se personaliza en alguien concreto, real o personaje de ficción, cuando se
ponen de manifiesto sus efectos, inquieta. Al fin y al cabo, hoy mismo estamos
viviendo el hecho de que una posibilidad de ficción pueda llegar a ser real en
muy poco tiempo.
Todo esto que digo está contado con
una prosa sencilla, fácil de seguir, ligera y muy bella.
Una prueba en esta bella (y no menos
inquietante) descripción del consumismo: “Cuando
la niña sopló las tres velas, con el aplauso aún caliente tras desearle
felicidades, empezó a abrirlos (los paquetes con los regalos). Destrozaba el
papel con sus manos pequeñas. Cogía la caja que contenía el juguete, lo agitaba
y, sin abrirlo, en unos segundos lo dejaba en el suelo. Tardó cinco minutos en
terminar con todos. Entonces se levantó, me miró y corrió detrás de uno de los
niños que habían venido.”