Había un mar y unos pocos árboles tras la playa. Y más
allá una llanura y luego un lago rodeado por un bosque. Y, por fin, la montaña.
Él habitaba el pequeño bosque. Ella había construido
su refugio cerca del mar. Ella pescaba para alimentarse, él cazaba. Él tenía
que guarecerse de la lluvia, ella buscaba cómo defenderse del viento.
Y, por la noche, los dos parecían soñar. Aún no
existía el lenguaje, pero alguien, alguien llegado de otra realidad, hubiera
dicho que en aquel momento los sucesos del día se iban convirtiendo en palabras
con las que almacenar ideas y sentimientos.
Pero ese alguien no existía. Sólo había dos individuos,
que no podían buscarse porque ninguno de ellos tenía experiencia del otro.
Una tarde el viento se hizo huracán y ella, escapando
de su fuerza, tuvo que aventurarse más allá de lo que creía el final de un
mundo permitido.
Esa tarde la lluvia torrencial lo expulsó a él del
espacio que controlaba para llevarlo más allá del lago.
Y de pronto se vieron. Ambos percibieron una forma
nueva, pero familiar, una forma que no se identificaba ni con los animales que
él cazaba ni con los que ella pescaba.
La forma parecía tener algo de lo que él veía
reflejado en las aguas del lago cuando se inclinaba para beber; algo de lo que
ella contemplaba en el agua quieta que quedaba entre las rocas cuando buscaba
caracolas.
Y, al verse, se quedaron inmóviles. La sorpresa y el
miedo se mezclaron con el viento y la lluvia de la tarde tormentosa.
Lentamente, muy lentamente, ambos se fueron
aproximando.
Y los brazos se separaron del cuerpo. Y las manos
fueron a tocar al otro suavemente, con precaución, con curiosidad, con deseo.
Luego buscaron lo que era diferente en ellos, lo que
los distinguía.
Y, tras las manos, se entrelazaron los cuerpos. Y se
hizo el hombre.
Alguien llegado de otra realidad hubiera dicho que
todas las noches ella había pensado en él y que él la había soñado. Aunque todavía no se lo
hubieran dicho.
Este era el
sueño de María. Lo repetía una y otra vez, despierta en vigilia, o dormida. A veces
lo imaginaba como si fuera una película; a veces lo recitaba como si de un
viejo texto sagrado se tratara. Lo sabía de memoria. Desconocía de dónde le
había llegado, cómo se había compuesto. Quería suponer que el sueño era
anterior a ella, que era él quien la había encontrado y seducido. Se sentía su
rehén, su prisionera.
Hasta que
abría los ojos. Entonces José lo llenaba todo. Con aquella velada insinuación
de que a ella le tocaba obedecer sumisamente; con esas descaradas
manifestaciones de que era él quien aportaba la cantidad mayor de dinero a la
economía familiar; con sutiles amenazas, incluso, de violencia física.
“José – se
decía María – no es malo. La vida es así.”
José, que se
vestía el disfraz de igual entre sus amigos, que proclamaba en voz alta la
injusticia de la discriminación por razón del sexo, que siempre tenía la última
palabra, que tomaba a su albedrío las decisiones de la casa,… José llenaba los
ojos abiertos de María.
María
trataba de cerrarlos, vueltos a su sueño.
Y los días
trascurrían.
Un día, un
día cualquiera, antes de desayunar, al tiempo que recitaba una vez más su sueño
en voz queda, María hizo sus maletas.
Había
pensado que debía darse a sí misma una segunda oportunidad, como se la daría,
en su caso, José.
Le dijo a
José que se iba a buscar su playa y su viento, que se marchaba a pescar. Se iba
sola.
Y partió.
José no
entendió nada. Se sintió herido, humillado, maltratado, injustamente
maltratado, incomprendido. Se dijo a sí mismo que habría otra maría, que marías
hay muchas. Se afeitó, se duchó, y pensó que aquel día el café lo tomaría en el
bar.