domingo, 27 de mayo de 2012

Escenas de hoy (que también de ayer): hablar por hablar


Hoy ha ido a la misa de salida por una prima que había muerto esta misma semana. Respetuosamente se ha “tragado” una “preciosa misa cantada, toda ella en euskera”, que ha dicho otra prima al terminar.
El no entiende el euskera y de todo lo que ha oído sólo ha podido comprender una parte del sermón, cuando el cura lo ha traducido al castellano.
En él no ha hablado de la muerte, ni de Bankia, ni de la “pasión Athletiiii”, ni de la crisis, ni del paro, ni de los desahucios, ni de la normalización política, ni… ¿De qué, entonces? Pues de una lenguas de fuego, de aliento, de paz,…
El ya suponía que iba a ser así. Los mismos escenario y protagonistas de la última vez que fue a un funeral hace unas semanas, los mismos de hace uno, cinco, diez, veinte años… las mismas “eternas” palabras. Son las ventajas de “dominar” también la eternidad.
Se ha marchado pensando que eran mucho más interesantes las palabras de Carme Riera, cuya novela leía en el metro camino de la iglesia.
Pero, de esas palabras hablaremos otro día.

martes, 22 de mayo de 2012

Escenas de hoy (que no de ayer): Tasas sí, aceras no.



Había oído repetir tantas veces aquello de “¡qué bonita nos está quedando la ciudad!”, él mismo lo había dicho tantas veces como si fuera el  eco de una propaganda bien hecha, que una tarde, así sin más, decidió salir a pasear y gozar de su ciudad.
Se dirigía hacia el metro, sin ninguna prisa, cuando se encontró en medio de una estructura de metal que no le dejaba paso por ninguna parte. Las barras de aquel andamiaje que llegaban casi hasta la carretera ni siquiera permitían ver, hacia arriba, la que envolvían.
Tuvo que salir a la carretera para dejar paso libre a la mujer y los niños que venían de frente. Era eso o retroceder hasta el comienzo del largo túnel  en que habían convertido la acera de la calle central de su barrio.
Cuando quiso recobrar la parte dedicada en exclusiva a los peatones, se tropezó con la pared trasera, eso sí de lona nada peligrosa,  de la terraza que el bar más próximo al portal de la casa por arreglar había montado para aprovechar las bonitas tardes que, decían, se aproximaban en el tiempo. O, al menos, para que la aprovecharan los fumadores y gastaran allí su dinero.
Lo consiguió justo en el momento en que del supermercado contiguo salían dos grandes carretillas vacías. Su volumen y su necesidad de movilidad hacían imposible cruzarse con ellas. Volvió a la carretera en el momento en que una bicicleta le doblaba por su izquierda sin haberla visto. Quiso el cielo que no derribara al ciclista y todo se quedara en un susto.
Ya podía seguir su camino al metro. Sólo debía sortear unos cuantos grupos de transeúntes que habían dado en encontrarse (de seis en seis, de ocho en ocho) sin que se hubieran  visto en mucho tiempo. Dejados atrás los grupos de amigos reencontrados, llegó a la altura de la siguiente cafetería. No había terraza a la vista, únicamente tres o cuatro mesas dispersas rodeadas de varias sillas cada una. En una de ellas habían acampado un par de matrimonios jóvenes que trataban de hacer que sus vástagos merendaran sin apearse de sus respectivas motos y patinetes.
Saltó, esquivó, se movió con toda la rapidez y agilidad que pudo. Dobló la esquina y pensó que, por ese día, la experiencia ya bastaba. No había disfrutado mucho de su ciudad, quizás no había acertado con el barrio adecuado,  pero dio gracias a los dioses (esta vez disfrazados de alcalde) porque comprendió que la vida le estaba resultando un poco más barata. Las tasas por obras y servicios, que, sin duda, el ayuntamiento recaudaría como impuestos por alquilar su suelo del alcalde no, suyo de él), servirían para que disminuyeran los impuestos que él había de pagar en aquella ciudad en la que vivía, disfrutaba y votaba. ¿O no?

domingo, 20 de mayo de 2012

El enredo de la bolsa y la vida


Creo que he leído casi todas las novelas de Eduardo Mendoza. Desde aquella hilarante “Sin noticias de Gurb” que me produjo sonoras carcajadas, a mí que no suelo reírme con nada escrito, he pasado por otras varias con resultados diversos.
Hoy he terminado “El enredo de la bolsa y la vida”. Deliciosa. Lanzaos sobre ella y disfrutadla.
Se trata de una loca (loquísima) historia de amistad que necesita del secuestro de Angela Merkel para que el amigo, Rómulo El Guapo, quede protegido. Para tal cometido se deberá formar una “banda” compuesta por dos estatuas vivientes (el Juli y el Polo Morgan), un repartidor de pizzas árabe adolescente, un abuelo chino, una niña llamada “Quesito”, una acordeonista leninista que debe cantar tan alto como para que no se oiga el acordeón, y el swami Pashmarote Pancha. Están apoyados por el dueño de un bar llamado “Se vende perro” porque ese fue el único cartel que encontraron. Y un buen número de personajes disparatados (pero reales, ¿no? Recorre la novela.
Todo ello en el marco de la crisis económica actual, con alusiones a la indignación, la inmigración, los servicios sociales, los políticos, la educación, y un largo etcétera.
Ahí van unas cuantas perlas:
El deterioro del edificio daba testimonio de su reciente construcción”
“Muchas personas dudan de los beneficios de la gimnasia espiritual, pero están equivocadas. Los seres humanos están necesitados de guía y no es difícil  guiarlos, porque en rigor no van a ninguna parte”.
“Una familia desestructurada, poca o ninguna educación y otras circunstancias adversas me han empujado a desempeñar un oficio honrado” – dice el repartidor de pizzas.
Hecho esto, entró en el local y gritó: ¡Esto es un atraco! ¡No griten ni ofrezcan resistencia!
Mientras pronunciaba la segunda frase ya se había percatado de que, debido a la circulación y al zigzagueo, se había metido en la tienda contigua a la joyería, la prestigiosa Rotisserie Filipon, especializada en comida preparada y platos hechos. Confesar el error y salir de vacío le pareció humillante, tanto para sí como para las víctimas del atraco, de modo que, dirigiéndose al dependiente, le ordenó llenar el saco de pollos a l’ast. Cuando el saco estuvo lleno, se lo echó a la espalda y echó a correr.
Esta es la presentación de La Moski:
Cuando apenas tenía uso de razón había ingresado en las juventudes estalinistas y ni su experiencia  ni el devenir de la Historia le dieron motivos para claudicar de las ideas que allí le habían inculcado. Como a su lealtad inquebrantable unía un carácter inconmovible, al producirse el derrumbamiento del sistema, la Moski metió en una maleta de madera sus pocas y modestas pertenencias y se fue al exilio por propia iniciativa. En algún momento había oído que el partido comunista de Cataluña era el único que, en medio de la debacle, mantenía una ortodoxia intransigente, una jerarquía compacta y una disciplina implacable. Nada más apearse del tren, la Moski se presentó en la sede del antiguo PSUC y a quien la recibió en la entrada le mostró el carné y una foto dedicada de Georgi Malenkov y le dijo que venía a ponerse a las órdenes del secretario general. El recepcionista,  en prueba de camaradería, le ofreció una calada del canuto que se estaba fumando y le informó de que el secretario general, al que se refería con el respetuoso apodo de «el Butifarreta», no la podía recibir porque estaba plantando azucenas en el jardín de las Terciarias Franciscanas de la Divina Pastora; luego había quedado delante de la catedral con el resto del comité central para bailar sardanas, y por la tarde iba al fútbol. La Moski no pudo menos que admirar el astuto disimulo con que el partido encubría los preparativos de la revolución y decidió quedarse a vivir en Barcelona.
A despecho de la adversa coyuntura, Cándida y su marido vivían con cierta holgura fiduciaria y espacial, a raíz del fallecimiento de la madre de éste, un luctuoso suceso, ocurrido tres años atrás, que les exoneró de muchas cargas y preocupaciones y les permitió recuperar una alcoba y retirar de la puerta el rótulo que rezaba: cuidado con el perro. Tan dolorosa pérdida no les impedía seguir cobrando la pensión de la difunta, así como el subsidio a personas dependientes y una beca para cursar estudios en la Facultad de Telecomunicaciones al amparo del programa de educación de adultos. Gracias a estas pequeñas artimañas administrativas, mi cuñado no pegaba se lo y mi hermana había dejado de hacer la calle.

sábado, 19 de mayo de 2012

Viva el ataque


Llevo varios días diciéndome a mí mismo que no voy a hablar de baloncesto. Desde aquella Final Four europea que se jugó hace esos días a “el primero que llegue a 60, gana… porque el otro no va a llegar ni de coña”. Desde aquella Final Four oscura, aburrida, casi insoportable, en la que sólo hubo un rayo de luz: la última canasta de Olympiacos que entró gritando: “toma, sigue especulando”. Desde entonces llevo sin hablar. Y ni el Gescrap va a hacerme cambiar.
Así que no hablaré de basket. Al menos hoy, que todavía es fácil. Mañana,… Me callo, pero ya sabéis que Fotis no me gusta, ¿verdad?

¿De qué se puede hablar?. Pues de Hockney y el Guggenheim. Ayer era el día mundial de los museos, lo que significaba entrada gratis. Hockney os puede gustar o no, pero la exposición es impresionante. No deberíais perderla. Merece la pena. Y si, además, os interesan las nuevas tecnologías, podréis observar de lo que es capaz un i-pad. Y, si no os interesan, no tendréis más remedio que rendiros a la evidencia. Que no será mala rendición.

domingo, 13 de mayo de 2012

"La habitación cerrada"


“La habitación cerrada” es la novena entrega del detective Martin Beck, creado por Sjowall Maj y Wahloo Per.
Durante mucho tiempo he pensado que la censura franquista nos había birlado ocho de las entregas, después de dejarnos leer un par de ellas. Pensaba yo que serían las más críticas con el sistema y, por tanto, (no sé por qué) las mejores.
Hoy no tengo ni siquiera la duda. Aquellas dos (“Asesinato en el Savoy” y “Los terroristas”) fueron las mejores, aunque me gustaría releerlas para ver el efecto del paso del tiempo.
“La habitación cerrada” es una mala novela. Es un panfleto: un panfleto anti policía y, en algunos momentos, anti sistema. Pero, en muy pocos casos es lúcido, incisivo, inteligente,…
Cuando un autor coloca en cualquier página, venga o no al caso, sus soflamas, simples, sin matices, contra lo que sea, está escribiendo un panfleto.
Cuando un autor escribe una novela y prescinde de la inteligencia del lector, de su capacidad para llegar allá donde quiere conducirle basándose únicamente en la acción y, quizás, en tenues insinuaciones, escribe una mala novela.
“La habitación cerrada –lo digo con la desilusión de un fan contrariado- es más un mal panfleto que una novela negra digna. Y todos estos problemas, supongo, debió tenerlos ya en los años 70, cuando fue escrita y no publicada en castellano. El tiempo no habrá hecho en este caso más que agudizarlos, exponerlos con mayor claridad a los ojos del lector.
A “La habitación cerrada” le sobran las mitad de las páginas, le falta ligereza, se hace pesada, se lee hasta el final más a base de coraje, “de codos”, que por el placer, el gusto de leer. Su doble escenario de maleantes y policías, el misterio de un asesinato perpetrado en una habitación cerrada en la que no se encuentran ni el arma ni el casquillo de la bala asesina, no aportan –a mi modo de ver- nada a la novela negra. Una lástima.
Si hay por ahí algún otro nostálgico de Sjowall Maj y Wahloo Per, mejor se queda en su nostalgia. Hay tanto por leer que “La habitación cerrada” no se merece unas horas de su tiempo, de nuestro tiempo.