A lo largo de su ya dilatada vida había escrito muchos kilómetros de
palabras. Se vanagloriaba de no ser capaz de calcular las vueltas que se
podrían dar a la tierra uniendo esas palabras unas detrás de otras. Por
obligación o por placer, con inspiración y sin ella, por profesión o por interés,
por amor y sin él, había expresado miles de ideas plasmándolas en un papel,
blanco o pautado, suelto o encuadernado, en un encerado o en una pantalla, a
lápiz, bolígrafo, pluma o por medios mecánicos y electrónicos. Incluso había
escrito –decía- en un árbol, en la arena de una playa o sobre su propio rostro.
Me apabullaba con sus retahílas: ejercicios de escolar, breves
redacciones, cartas familiares, poemas de amor y protesta, cuentos, artículos
para revistas, trabajos universitarios, conferencias, reportajes, ensayos,…
Pero nada de todo aquello llenaba su esperanzado optimismo: él sería capaz de
escribir una novela. Escribirla. Nada más. No soñaba con que fuera publicada,
ni con ser reconocido, ni con firmar ejemplares en ninguna feria del libro.
Había una historia que sólo él podía contar y tenía que hacerlo. Podría
hacerlo.
Yo lo veía a menudo absorto en sus composiciones mentales. A veces, dejaba
caer algunas pinceladas en los oídos de quien quisiera escucharle. Había una
familia de clase humilde y una muchacha trabajadora y competente. Había una
investigación sobre el cáncer. Había intereses bastardos, envidias,
zancadillas, y muerte. Había tristeza y cárcel, arrepentimiento y reinserción y
una familia nueva. Había ambientes sociales diferentes, distintas ciudades,
ilusiones, esperanzas. Y acababa bien.
Yo lo conocía tanto como para saber que aquella no era ni su propia vida
ni tampoco la que hubiera soñado para él. Algo tendría de ambas, pero no era ni
una ni otra. Era la historia que quería contar, la que debía contar, la que
sólo él podía contar, la que vivía en él desde hacía largos años sin acabar
nunca de nacer.
Un día se acercó a mí con una sonrisa definitiva en los labios. “Ya
está. Soy novelista”, me dijo. Nada más. Y siguió su camino.
Fue la última vez que nos vimos. Nunca he podido leerla, pero sé que
hay una historia escrita que sólo existe porque él la escribió. Y desde
entonces, cuando paseo, mientras recuerdo aquellas largas retahílas suyas, no
dejo de ir en busca de la que me espera a mí para ser escrita.
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