Una pesadilla



            La plaza era un espacio demasiado abierto. Estaba segura de que la habían visto. Lo contrario era prácticamente imposible. Si seguían los caminos que ahora recorrían se darían irremisiblemente de bruces.
            ¿Dónde esconderse? ¿Cómo desaparecer de su ángulo de visión? El terror se apoderaba de ella paulatinamente. Sentía que cada paso la conducía al más horroroso vacío. Hacía guiños con sus ojos para engañar a su mirada. Quizás se estuviera equivocando.
            Pero, no. Eran ellos y la habían visto. Los ojos de los dos sonreían perversamente. Los dos disfrutaban con la situación. Recreaban escenas ya vividas de miedo sin fin. Y sus voces sonaban cada vez más cercanas. Ahí estaban, a un solo paso. Levantaban sus manos para saludarla, aquellas manos que desencadenaban un dolor y un sufrimiento absurdos, sin sentido, sin razones.
            No había ya nada que hacer y se entregó, se puso en manos de sus torturadores. Otra noche más la habían capturado. La pesadilla no había hecho más que comenzar.
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            Aquel mismo día por la tarde había sucedido por última vez. Se le habían acercado sonrientes, con cara de amiguetes. Eran unos compañeros agradables, o así se lo parecían a todos los demás. Se habían cruzado en una zona de la escuela totalmente abierta, sin nada que obstaculizase la vista. Imposible rehuirles, pasar desapercibida
            Tenía que pagar. Por la mañana  se lo habían dejado claro: o les proporcionaba los cigarros de la tarde o vería su vídeo guarro en Internet. Unos simples cigarrillos: jamás tiraban de la cuerda más allá de lo que ella podía pagar.
            Un día, un sábado por la tarde había cometido el error de fiarse de ellos. A Laura, aquella tarde,  le habían parecido los más simpáticos de la fiesta, los únicos merecedores de verla e incluso de guardarla en un vídeo.
            Luego llegó el chantaje. Los pequeños chantajes diarios que la iban poniendo cada vez más nerviosa y al borde de una explosión descontrolada.
            Y aquella tarde, en aquella clase, con aquella profesora de pinta despistada, con una excusa imbécil que ni siquiera llegaba a motivo, después de haber recorrido el tiempo que mediaba entre el espacio demasiado abierto y el encierro de la clase, previo paso clandestino por una zona libre de miradas ajenas y de la entrega de la mercancía, aquella tarde, explotó. Irracional. Sin sentido. Sin que nadie comprendiera lo que pasaba. Ni ella misma.
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            Aquel día llegó más tarde a casa. Mucho más tarde de lo que acostumbraba. La habían expulsado de clase y su madre lo sabía. La estaría esperando muy mosqueada. Y con razón. Esta vez con razón. “Mi madre,... con razón,...”, sacudía incrédula la cabeza como para alejar semejante posibilidad, hasta hace poco imposible.
            El tiempo entre la escuela y su casa se le hacía eterno, pero lo estiraba y lo estiraba pensando la tontería esa de que “el tiempo todo lo borra”. Cuanto más tardara en llegar a casa más se le olvidaría a su madre la llamada telefónica del tutor. Menos explicaciones tendría que dar.
            Pero aquella tontería fue la que la salvó. El tiempo, el que había vivido su madre, había borrado de ella todo atisbo de venganza contra su hija. Ella no era quien debía pagar por su vida aburrida, triste, sin ilusiones concretas. El tiempo, la edad vivida, había borrado de ella la impaciencia, la urgencia por solucionar los problemas a gritos.
            Y empezó por preguntar. ¿Qué había pasado? A Laura, que esperaba otra cosa, la pregunta la desarmó, la dejó sin ninguna de las excusas que había imaginado desde la escuela hasta casa. Y se enfrentó a la pregunta: ¿qué había pasado?
            Ya no  le preocupaba la reacción de su madre, la bronca del tutor, lo que los demás pensaran,... No. La pregunta era directa y la respuesta estaba en ella. No podía desviarla hacia los demás. “Qué había pasado?”
            Laura lo contó todo. La sencillez de la pregunta de su madre la había dejado sin dobleces posibles, su tono de voz y el calor de su mirada habían acabado con  sus defensas y sus miedos.
            Lo necesitaba. Ya no podía aguantar más. Primero hablaron, luego lloraron juntas. O quizás fuera al revés. Los recuerdos de aquel momento nunca estuvieron claros. ¿Razonaron? ¿Vieron los pros y los contras? También. Después. Lo único que Laura sabe con seguridad es que de aquella conversación surgió una línea de actuación muy diferente a la que hasta entonces había llevado y las fuerzas necesarias para llevarla a cabo.
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            Hasta mediodía aquel sábado había sido muy parecido a los últimos. Se había levantado tarde, se había entretenido en su aseo, había desayunado con calma y sin apetito y se había dedicado a “sus cosas”: chateo con las amigas, arreglo del armario,... También había ayudado en casa: un par de recados, la limpieza del cuarto de baño y poner la mesa.
            Vivía con su hermana pequeña y su madre, “una divorciada que trabaja en una oficina y desprende amargura, incomprensión y aburrimiento allí por donde pasa”, tal como ella la definía cuando hablaba con sus amigos. Con ella no se podía ni hablar. No escuchaba, nunca se ponía en su lugar, sólo sabía rallarla continuamente: los estudios, las amigas, los chicos, la ropa, el horario, las comidas,... Nada se le escapaba. Nunca estaba contenta: “su hija todo lo hacía mal”.
            Aquel sábado, sin embargo, Laura estaba de peor humor que otros y nada tenía que ver con su madre. La tarde anterior su amiga la había dejado tirada para irse un rato con un chico que ella sólo conocía de vista y que no le gustaba demasiado. Había tenido que volver a casa antes incluso de la hora que su madre ponía como límite. Y las explicaciones que su amiga le había dado aquella misma mañana de sábado no abrían buenas perspectivas: había quedado para esa tarde con el mismo chico y ella no tenía otro plan alternativo, no sabía qué hacer.
            ¿Quedarse en casa con su madre una tarde de sábado? ¡Qué locura! Había chateado con un par de chicos y con otra amiga, pero todos parecían ocupados en planes que no le apetecían ni un poco. Cualquier cosa menos quedarse en casa. Se dejaría caer por el Casco Viejo a ver qué pasaba. Ya encontraría a alguien conocido.
            Aquel sábado su madre no iba a tocarle las narices. Así que la discusión durante la comida fue un poco más fuerte que lo habitual, pero también aquello era cada vez más frecuente. “Cada vez resulta más difícil tener una conversación con ella”.
            No tardó en desaparecer en su habitación. Vio la televisión hasta media tarde, se preparó y salió de casa.
            Cuando llegó al Casco Viejo se paseó por distintos lugares buscando caras conocidas. Definitivamente parecía que aquel sábado todos tenían otros planes. Sólo había visto de pasada a aquellos dos de clase, los que se habían incorporado a su curso el pasado septiembre y con los que no había cruzado más de dos palabras.
            No le caían bien. No sabía por qué, pero no le parecían trigo limpio. Sin embargo, era todo lo que había. O lo dejaba y se iba para casa o lo cogía y pasaba el resto de la tarde con ellos. Así que se acercó, sonrió y comenzó a hablar con ellos. No eran ni desagradables, ni maleducados. Su conversación, por momentos, resultaba amena y divertida y, a medida que bebían y fumaban, cada vez más suelta y espontánea.
            En un momento de la noche le invitaron a tomar una pastilla. Nunca lo había hecho antes, pero no se iba a rajar, no ese día. Lo estaban pasando muy bien.
            Se mareó. Por un momento se le fue la cabeza y perdió la noción del lugar y el tiempo. Pero sólo fue un momento. Enseguida se recuperó y, aunque se sentía insegura, continuó la juerga.
            Uno de ellos propuso darse un beso. El otro la rozó suavemente. Buscaron una zona más oscura y jugaron a tocarse y a besarse, a acariciarse mutuamente.
            Fue entonces cuando el otro se lo pidió. Quería tener un buen recuerdo de ella y de aquella inolvidable tarde. Nunca lo había pasado tan bien. Jamás hubieran pensado que aquella chica un tanto estirada que se sentaba en el tercer pupitre a la derecha tuviera tanta marcha y fuera tan interesante. ¿Por qué no enseñaba sus pechos a la cámara de vídeo de su móvil y se dejaba grabar mientras se los acariciaba en una postura que resultara “interesante”?
            Nadie más se enteraría. Sólo ellos tres. Y él soñaría con ella todos los días. A partir de ahora vería el vídeo todas las noches. Sería su estrella de cine preferida.
            No pudo, no quiso o no supo negarse. Le hacía ilusión. Había alguien para quien ella iba a ser la persona más importante. Alguien iba a mimarla a diario desde entonces. Y soltó los botones de su blusa y continuó su desnudo mientras el móvil de uno de sus nuevos amigos almacenaba sus imágenes durante minuto y medio.
            Luego se fue a casa. En una nube. De alcohol, de drogas, de autoestima. Había empezado la pesadilla.
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- Por lo que me cuentas, sabes perfectamente que has hecho una tontería y que lo estás pagando duro. ¿A qué esperas para acabar con la situación? - decía la madre.
- Me siento cogida en una red. No me puedo mover. Si me rebelo, tirarán del hilo y todo el mundo sabrá que soy una sucia borracha.
- Entonces, que nadie lo sepa. Pero, déjales sin hilo del que tirar. ¿Quieres saber cuál es ese hilo? Tu cobardía. Saben que no te vas a rebelar nunca, que no tienes narices para plantarte. Piensa. Si acabas con tu cobardía, si te muestras mucho más valiente que aquella tarde de sábado, habrás ganado la partida.
- No puedo (volvía a llorar Laura), no puedo. ¿Cómo se hace eso? Es muy fácil hablar. Pero, tú no has visto sus ojos, esa mirada que vive una y otra vez en mis noches de pesadilla y en mis mañanas de colegio. Esos ojos que me devuelven mis pechos sucios.
- Sí podrás. Si juntas valentía, inteligencia y una táctica adecuada, tú sola lo solucionarás. Convéncete: ellos sólo serán valientes mientras tú seas cobarde; ellos sólo serán dominantes mientras tú se sientas dominada; ellos sólo estarán limpios mientras tú te sientas sucia. Entiende que cometiste un error y que ya has pagado. Di basta.
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            Lo primero que hizo fue mirarles de frente. El espacio seguía estando abierto, pero su mirada no vagaba ya en busca de un escondite. Directa a sus ojos. De uno a otro.
            Y luego un no rotundo. Sin titubeos. “Se os ha acabado el chantaje”. (Sudaba, aunque no se le notase) “Si vosotros vais a Internet yo iré a la policía. De hecho, ya he ido. Lo saben todo. Todavía no hay ningún delito y no pueden intervenir. Pero, lo harán en cuanto mis imágenes circulen por la  red. Os estamos esperando.”
            Era un farol. Pero, ¿cómo lo iban a saber ellos?, ¿se arriesgarían?, ¿qué podían ganar? Aquel era el tipo de preguntas que su madre y ella se habían hecho mientras buscaban la mejor táctica. El riesgo no es la actitud más querida por los cobardes y aquellos dos lo eran, tal como había sospechado su madre.
            Allí, en aquel farol, se acabó la extorsión . No podía ser de otra manera.
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            A la mañana siguiente uno de sus compañeros de clase dejó escapar la frase que luego se repetiría por doquier: “¿qué le ha pasado a ésta? Parece otra.”
            Y Laura pensó que la historia  no podía acabar allí. Se repetía la pregunta, aunque esta vez no la hiciera su madre. Parecía que el asunto comenzaba a desbordar el ámbito familiar para buscar su desarrollo allí de donde provenía: su círculo de amigos y conocidos del colegio. “¿Qué había pasado?” La misma pregunta directa, para ella, sin posibles respuestas equívocas y escapistas. Había que responderla. En voz alta y pública.
            Había que ser, de nuevo, lo suficientemente valiente cómo para denunciar la situación: el poder perverso del alcohol tal como ellos lo tomaban; el escaso valor que concedían a su cuerpo; la existencia de chantajistas que se aprovechaban del momento; la falta de valentía cuando en verdad hace falta.
            Había que aclarar tantas situaciones,... Era tan necesario que ellos, adolescentes y adultos, juntos y separados, hablasen y se trasmitiesen sus dudas, sus cobardías, y sus ilusiones, sus fuerzas,...
            Cuando Laura se sintió un poco más segura, un tiempo después,  aprovechó un momento oportuno para contar en clase su historia, toda su historia. No dio nombres. Tampoco hacía falta. Al fin y al cabo ya ninguno de los personajes de esta historia era el mismo que la había empezado, aunque siguieran siendo Laura, su madre, y los dos chicos.
            Y, mientras lo contaba, pasaban a mil por hora las sensaciones que se agolparon durante aquel mes que le pareció eterno. Sólo al final sonrió, para sí misma y para su madre. Sólo cuando pidió perdón a la profesora, con la que se había cruzado aquel día en que fue expulsada de clase, se sintió verdaderamente valiente. Sólo entonces acabó la pesadilla.

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