Saltarás

                                                                           Saltarás
         Pensabas que no ibas a ser capaz de hacer daño nunca a nadie. No podías ni imaginar que llegarías al mayor de los males, a matar a quien nada te había hecho. No hubieras supuesto que un día podías asesinar a quien ni siquiera conocías.
         Pero, el hombre aquel, el hombre sin nombre, como le bautizaste, conocía todas y cada una de tus debilidades. Por eso, aquella tarde fría pudo acercarse a ti y desde el fondo de su gabán de cuero tenderte la trampa final. Apenas viste su rostro cubierto por unas gafas oscuras.
         Tus deudas de juego llegaban ya a su límite definitivo, al que no tiene camino de vuelta. No tardarían mucho en exigirte que entregaras lo único que aún era tuyo: tu casa. Tu mujer y tus dos hijos tendrían que experimentar la pobreza más absoluta y, con ella, el odio y el desprecio hacia quien los situaba en tal condición.
         Dentro de muy poco verías en los ojos de los tres primero la sorpresa, después el dolor y, por último, el mayor de los rencores. Algo que no podrías soportar.
         El hombre sin nombre te dejó bien claro que lo sabía todo de ti. Te explicó cuáles serían tus dudas, tus aprensiones, tus reparos. Y te dejó al borde del abismo cuando te propuso la única salida que te quedaba. Tendrías que matar para él. A un desconocido. Era la mejor manera de que el crimen quedara impune. A ti nadie te relacionaría con el hecho porque no tenías ningún motivo, ningún interés.
         Y dudaste porque tenías que dudar, con plena conciencia, desde el principio, de que matarías. Te hiciste fuerte en el “no”, en el “no lo haré”, pero sabías que no era más que una pose. Te estaba ofreciendo una salida. La única. Tendrías que matar. Tú que eras incapaz de la menor violencia.
         Sin embargo te resultó fácil. Muy fácil. Te acercaste a la víctima y disparaste la pistola que el hombre sin nombre te había proporcionado. Luego te alejaste con celeridad. Nadie hasta ahora ha podido sospechar que tú tuvieras algo que ver con aquel crimen. Un extraño se acerca a un cualquiera y dispara. Sin que mediara palabra. Sin ninguna relación entre ambos. No necesitabas ninguna coartada porque nadie iba a pensar en ti.
         Luego, tu mujer creyó descubrir algo en tu mirada. Un aire de tristeza que era nuevo y cuyo origen solo tú conocías. Y empezaste a malcomer, a beber en exceso, a chillar a tus hijos, a maltratar a tu mujer. Una historia demasiado conocida.
         Ahora tiemblas. Sentado en el andén has visto pasar tres trenes sin decidirte. Pero, sabes que lo harás, que saltarás, que ya no te queda otra.
         Has dejado bien atado el problema económico de tu familia. Has depositado en un banco a su nombre todo el dinero que aquel hombre sin nombre puso en tu bolsillo junto a la pistola. Les has escrito una carta en la que disfrazas la verdad con una mentira de amoríos traidores. Les has dicho que no puedes soportar seguir causándoles dolor. Les has confesado tu única verdad: que ya no tienes ganas de vivir.
         Ya no  te importa si lo van a creer o no. Sabes que con el golpe mortal del tren contra tu cuerpo se te acabarán los problemas. Saltarás.

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El ruido del tren que llegaba amenazando muerte, hizo que Pedro levantara levemente la mirada del suelo, donde se hundía desde hacía un rato mientras repasaba el pasado.
Y entonces lo vio. De refilón. Fugazmente. Sin estar seguro. Se escondió detrás de la gente que quedaba en el andén mientras pudo y luego se confundió con quienes salían de los vagones y tomaban el camino de la cancela.  De esa manera pudo asegurarse. Allí estaba el hombre sin nombre, el que se había vuelto invisible después del crimen.  El que le había conducido hasta aquella estación, penúltimo escalón de su vida.
El abrigo, las gafas oscuras, eran los suyos, sin duda. Algo cambió en su interior muy rápidamente. ¿Por qué pensar en suicidarse, cuando el responsable de todo era él? El hombre sin nombre era un perfecto desconocido. Había entrado y salido de su vida en un breve lapso tiempo, con un solo encuentro, que nadie había presenciado. Así que a los ojos de la policía, él no tenía ningún interés en su muerte. Si el hombre sin nombre moría, nadie buscaría a Pedro.
Sus planes cambiaron al instante. La dejadez que le había poseído tras el asesinato había trasformado su rostro poblándolo de una barba y unos bigotes mal cuidados. Tampoco se había ocupado de su pelo que había crecido sin orden. En aquel momento unas baratas gafas de sol tapaban sus ojos. Sería fácil, en medio del gentío acercarse al hombre sin nombre.
Luego todo se precipitó. Se colocó estratégicamente tras él y cuando el tren llegaba a la estación sólo tuvo que empujarle, descaradamente, sin una prevención excesiva. No importaba mucho que le vieran. Nadie le relacionaría con aquel asesinato y su  imagen exterior variaría inmediatamente con una visita a la peluquería. El hombre sin nombre notó el empujón, quiso mirar para atrás, quiso saber de dónde provenía el contacto, pero no lo logró, trastabilló, perdió el equilibrio y, mientras gritaba su espanto formó una figura grotesca en el aire al tiempo que la primera unidad del metro le golpeaba sin piedad.
A la mañana siguiente, el hombre sin nombre seguía sin tener nombre, pero ahora tenía ya unas iniciales, aquellas con las que el periódico daba noticia del hecho. Aún le quedaba la difícil tarea de dar las explicaciones pertinentes a su mujer. Había una carta por medio, pero merecía la pena intentarlo.