La espera

No corren tiempos fáciles para nadie. Está naciendo una nueva forma de gobierno de las cenizas aún humeantes de la última monarquía que ha reinado en el país.
Clara ha estado implicada activamente en el proceso que ha conducido hasta aquí. Ahora, de nuevo, siente muy dentro de sí misma, en sus propias entrañas, la desconfianza, las dudas de que su lucha y la de cuantas mujeres la han acompañado lleguen a buen puerto. Le interesa, sin duda, el establecimiento de una república, quiere un gobierno mucho más cercano a las necesidades de las capas populares, pero su sueño se sitúa en el terreno de quiénes van a poder decidir la forma y el color de los poderes del estado: igualdad de derecho para las mujeres a la hora de votar. Ese es el lema, la ilusión, la consecución tan esperada.
Hace muy pocos días entró a formar parte del poder legislativo y, con ella, otras dos mujeres. Pero, paradoja inexplicable, ninguna de las tres obtuvo ni un solo voto de sus congéneres, porque las mujeres podían ser elegidas, pero no electoras.
Hoy se debate en la Cámara el derecho al sufragio femenino. Le va a tocar pelear y está nerviosa. También ansiosa de comenzar a hablar. La palabra es su arma. Conoce muy bien los argumentos de sus oponentes: que, por biología, a la mujer la domina la emoción y no la reflexión; que el histerismo es consustancial a la psicología femenina; que el voto de las mujeres va a dar siempre el triunfo a la derecha.
Se ha enfrentado a esos clichés desde mucho antes de que la tribuna que hoy va a utilizar por primera vez estuviera, siquiera, al alcance de los representantes del pueblo.
Es 30 de septiembre de 1931. Clara no pierde ni una sola palabra de quienes utilizan su oratoria para proponer la continuidad de la discriminación. O la de quienes, en un arranque de generosidad, retrasan hasta los 45 años la edad de voto de la mujer. Escucha sus razonamientos, mientras en su cabeza repasa los contra-argumentos que pronto expondrá.
Ha formado parte de la Comisión encargada de elaborar un nuevo proyecto de Constitución, ha peleado, a brazo partido, para que se incluya en ella el sufragio universal sin discriminación de sexo. Y ha perdido la batalla. Pero no puede perder la guerra. Por eso, ahora, en el pleno, se la juega.
Hace un rato, mientras avanzaba por el pasillo que conduce al hemiciclo en el que ahora se sienta, ha observado las miradas que le dirigían. Ha creído percibir en ellas un poco de todo: ánimos, deseos compartidos, ganas de luchar, el eco de esa frase, que tanto le han repetido: “¿a dónde nos quieres llevar?, ¿al caos?”, y hasta odio, le ha parecido. Ella ha mantenido la sonrisa en sus ojos, una sonrisa que quiere ser franca, que quiere ser su único grito, sosegado, a favor de la igualdad.
Poco antes de entrar, le han advertido de que una de las otras dos mujeres que compartirán sesión con ella, Victoria, ha decidido pedir públicamente que siga adelante el mismo estado de cosas actual. Es la línea de su partido y ha decidido mantenerse fiel a él. Ha optado por su pertenencia de clase antes que por su condición de mujer. Y a Clara le ha dolido. También contra eso deberá luchar. No todas las mujeres ven las cosas como ella. Es el miedo a cambiar, el miedo disfrazado siempre de diferentes explicaciones lógicas.
Clara está ya ante el micrófono. Es su turno. Sólo una duda la asalta: la de si será capaz de transmitir todo lo que piensa y siente, todo aquello que tantas veces ha reflexionado y por lo que tanto ha luchado. Por lo demás, está tranquila. Se siente segura de que éste será un gran día para las mujeres de su país.
Son muchos los ojos en los que se adivina la esperanza de tiempos mejores. No está sola. Aunque no deja de ver los de quienes la contemplan como a una enemiga. Y, más allá de la fe o la animadversión, en todos ellos percibe una mezcla de desconfianza, de añoranza del pasado y de incertidumbre ante lo que se avecina. También, quizás, un sueño por realizar.
Comienza a hablar y las palabras fluyen lentas, tranquilas, para que se posen en los que las escuchan, para que los penetren como la lluvia suave de la tierra de sus abuelos, para que echen raíces y den frutos jugosos y duraderos.
Y luego, el silencio. Mira a los congresistas. Ya sólo queda esperar; esperar y confiar en la bondad y la inteligencia de quienes ahora la miran dudando entre el aplauso y el abucheo, o de quienes, simplemente, se hacen sus cómplices en un mismo silencio.
Se retira de la tribuna. Y espera.
Una espera de muchos años.


“Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de veintitrés años, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes” (Artículo 36 de la Constitución Española de 1931)

No hay comentarios:

Publicar un comentario