Entre vainas, calabacines, que este año se prodigan sin que
parezcan tener final, alguna cebolleta, pimientos, tomates, que esta vez están
muy sabrosos y espléndidos; en medio de una geografía que parece hecha de polvo
acumulado, bajo un buen sol y ninguna lluvia, aunque aquí sí que refresca y las
mañanas resultan muy agradables; en varias “siestas” generosas me he leído “No
soy un monstruo” de Carme Chaparro.
No ha resultado empresa difícil. El asunto de la búsqueda
policial de unos niños desaparecidos, raptados – a lo que parece – por un
asesino en serie, y el haber elegido una novela que construye su relato usando
varios escenarios simultáneos y vistos desde varios personajes (incluso
utilizando distintos narradores) le permiten crear suspenses que se alargan en
el tiempo que dura la narración, aunque el momento de la historia sea el mismo.
Ese suspense bien prolongado hace que, por momentos, resulte
difícil abandonar la lectura. En ese sentido, “No soy un monstruo” es novela de
leer de uno o pocos tirones y se sigue sin rechistar.
Dicho lo cual, debo añadir que tiene dos graves defectos: es
todo excesivo, exagerado, no hay posturas, sentimientos, verdades… medias. Si
se sufre se sufre hasta morir y si no se duerme se está en vela durante días.
El segundo defecto me parece más serio: la solución final, la
prueba que provoca el desenlace, se la saca de la manga. No la explica, a no
ser que yo me haya perdido algo (que todo es posible en tardes de verano, y a
la hora de la siesta).
Eso hace que haya terminado con la sensación de que me han
colado una mala novela.