miércoles, 28 de diciembre de 2016

Las calles de nuestros padres

No es ésta una novela redonda. La primera novela de Francisco González Ledesma, “Expediente Barcelona” no me gustó, tal como comenté en este mismo blog. Quizás por eso he tardado tanto en leer la segunda novela de la serie “Las calles de nuestros padres”.
Esta sí me ha gustado. Algunos de los pasajes del relato son francamente buenos y se disfrutan con gusto.
Es, por encima de todo, incluida su negritud, un homenaje a las calles de Barcelona, a algunos de sus barrios. Hasta el punto de convertirse en excesiva geografía, de una ciudad que yo no conozco y que no hace sino dispersar la lectura, despistarte o ayudarte a perder el hilo.
Hay en ella, no se sabe muy bien si homenaje o ácida crítica al mundo del periodismo, mucha, muchísima mala leche y un pelín de romántica añoranza de situaciones pasadas.
Ahí van algunos textos entresacados de ella:
“Los futuristas saben bien que la limpieza de las fábricas y de los cuartos de baño acabará siendo confiada a delicados poetas profundos filósofos e ingenuos doctorados en psicología, pero por ahora el futuro no ha llegado, y ni a los poetas, los filósofos y los psicólogos les han dado aún esa soñada oportunidad”.
“La calle les acogió como les había acogido en su adolescencia, como una vuelta al milagro de los orígenes. Hasta el Florindo Chico se detuvo a beber en la fuente, a sentir en la garganta la nostalgia del agua pura de otro tiempo.”

“Una frase cínica, pero no por eso incierta, que dice que la Prensa está para ayudar a los amigos, hundir a los enemigos y en los otros casos decir la verdad”.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

D. Diego

Se ha muerto Diego. Don Diego. Uno de los “gurús” más clásicos de Otxarkoaga. Y como mi escritura no le debe nada y como sobre él se ha escrito y dicho mucho, quizás demasiado, no pensaba dedicarle ninguna entrada de mi blog.
Pero, si no lo hago me seguirá el runrún ese que llevo por dentro y no me dejará en paz. Porque yo a Diego le apreciaba y le tenía en gran consideración. No en vano viví con él, en la misma casa, durante seis años; no en vano, durante ese tiempo comimos juntos casi todos los días (cenar lo hacía cada uno cuando llegaba), fuimos juntos al monte, pensamos, discutimos, trabajamos, nos dolimos y nos alegramos juntos. Claro que le apreciaba y lo tenía en gran consideración.
Hacía mucho tiempo que no le veía (si alguien cree ver un “leísmo” en mi frase, que sepa que “el pueblo” es lo suficientemente inteligente como para identificar “lo” con un objeto y “le” con una persona). Sabía de sus ¿males? y la última vez que estuve con él apenas me conoció. Eso no importa mucho. Hay personas (como él) a las que se les reviste de un carácter atemporal, mítico, épico y cuyo pasado reciente no entraña interés salvo por quiénes fueron en un pasado siempre fundacional.
Así que él había estado en el principio del barrio, él había traído una escuela profesional al barrio, él había defendido a la clase trabajadora del barrio…
En estos casos me gusta recordar aquello de Bertolt Brecht:
César derrotó a los galos.
¿No llevaba siquiera cocinero?
Cada diez años un gran hombre.
¿Quién pagó los gastos?
Tantas historias.
Tantas preguntas.
Por eso, en su funeral volvieron a llamar mi atención tres cosas que yo ya “sabía”: la “estridente” presencia de la Iglesia Oficial de la Diócesis, la sucesora de aquella que castigó a Diego con ir a Otxarkoaga; el respeto-cariño-admiración que mantienen algunos de los vecinos (probablemente muchos) porque su ayuda fue (o lo pareció, que para el caso es lo mismo) decisiva en su promoción individual en un barrio y un tiempo en los que promocionarse era un auténtico juego de malabares; y la repetición por parte de la dirección de “su” Escuela de aquella frase que se le atribuye: “a cada pantorrilla, su pantalón”.
No sé si lo dijo alguna vez. Yo no se la oí nunca, a pesar del tiempo trascurrido a su vera, y sé de quién tampoco se la oyó. Pero, quizás la dijo. Lo que ocurre es que a mí me suena (al menos, su utilización) a frase dirigida principalmente contra la administración educativa que no facilita esa adaptación de la Escuela a los individuos concretos. Y, dicha contra ella, a nosotros  nos compromete bien poco.
Lo que sí le oí decir muchas veces fue aquello de: “para enseñar matemáticas a Jaimito hay que saber matemáticas y conocer a Jaimito”. Esto lo dijo y, por lo que comentaban algunos del barrio ese día de su funeral, lo practicó profusamente.
Pero esto sí nos compromete. Porque no se puede conocer a Jaimito sin involucrarse en el tiempo, el ambiente social, la familia, los amigos, el barrio de Jaimito. Y ese es uno de los primeros pasos (¿el más difícil de todos?) para un educador (que no es necesario para un enseñante neutral, sin “Jaimitos” de cuerpo presente).
Su entrega, su “sabiduría” tranquila y esperanzada, su respeto-cariño-admiración por los que le rodeaban fue su gran enseñanza. O eso creo.

Descansa en paz, Diego.

viernes, 2 de diciembre de 2016

Tres días y una vida

“Tres días y una vida” es la última novela que he leído de Pierre Lemaitre. No es la mejor. Está bastante lejos del entusiasmo que me produjeron aquellas de la serie de  Camille Verhoeven.
Sin embargo, es una buena novela, una novela que se lee fácil que es de lectura rápida, ágil, a pesar de su carácter intimista.

Y no carece de una pequeña, muy pequeña, dosis de suspense.