- Sí. Dime.
- Hola,
soy tu cuñado.
- Ya,
ya lo sé. Mi teléfono identifica las llamadas entrantes. ¿Qué querías?
- Oye,
que no se si te has enterado. La semana próxima hay una conferencia sobre “Las
31 maneras de matar impunemente”. La da un tal doctor Sanmedro.
Yo ya
estaba al corriente. El doctor Sanmedro, doctor en literatura no en medicina,
había construido su tesis doctoral sobre los crímenes en la novela negra. En
concreto, había estudiado aquellas muertes que quedaban sin castigo, impunes,
porque las investigaciones no terminaban de descubrir el cómo del asesinato. Y
había publicado con aquel título un sugerente libro en el que condensaba todas
las formas aparecidas en dicho género literario en 31. Lo subtitulaba: “Otra
forma de aproximación a la novela criminal”.
Me
despedí de mi cuñado.
Había
encontrado nuevo material, un nuevo hueco para materializar su ironía contra mi
afición a la novela negra. Yo estaba harto de su manía de meterse conmigo, pero
me libraba muy bien de expresarme en tal sentido porque ello hubiera sido su
mejor alimento.
En
realidad, estaba harto de él. Aquella no era su única costumbre antipática.
Había unas cuantas más. Mi ira, siempre subterránea e inexpresada, aumentaba y
mis ganas de venganza se iban desbordando.
El día
de la conferencia, diez minutos antes de la hora establecida, yo me encontraba
en el salón donde iba a tener lugar. Me sentaba en la tercera fila.
Aunque
sabía que la conferencia no tendría lugar, no quería perderme el ambiente, los
comentarios de los asiduos, los pareceres de quienes compartían mi gusto
literario y los rumores que, sin tardar mucho, explotarían en la sala.
A
medida que la hora se aproximaba, el nerviosismo de los organizadores era cada
vez más patente. Se percibía claramente que algo ocurría, algo que tenía que
ver con la incomparecencia del conferenciante. ¿Qué podía impedir su puntual
presencia? ¿Qué razón podía causar semejante despropósito?
Yo la
conocía muy bien. Por mucho que los organizadores del evento no se atrevieran a
tomar el micrófono y hacerlo público, yo sabía que el doctor Sanmedro, J.M.
Sanmedro, yacía muerto sobre la cama de una habitación de hotel, la última que su
secretaria le había reservado.
La
tarde anterior, la de la llegada del doctor a nuestra ciudad, yo había puesto en
práctica la que aparecía en su libro con
el título: “Manera 13 de matar: asesinato en una habitación de hotel con la
puerta cerrada por dentro”. El tiempo se encargaría ahora de demostrarme si en
verdad el asesinato quedaría impune o no.
En caso
negativo, demostraría que la tesis del difunto no tenía mucho fundamente. En
caso afirmativo, cumpliría con su auténtico objetivo que no era otro que
servirme de ensayo.
Si en
unos meses no me había detenido la policía, premiaría la impagable amistad de
mi cuñado invitándole a un viaje. Yo sabía de su gran interés por visitar
Praga, así que tendría a bien regalarle un pasaje de avión y la estancia en un
hotel, todo incluido. Él y yo solos. Para disfrutar de nuestra amistad.
Eternamente.
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