Aquella noche permanecía al acecho. Como cada 31 de
diciembre, intentaría descubrir la fisura que, sin lugar a dudas, debía existir
en el engranaje del tiempo, una fisura sólo perceptible en el preciso momento
en que se producía el cambio de año.
Infinitesimal, pero era la única puerta que se abría
para escapar por ella de la dictadura del tiempo.
Aquel instante era la llave que conducía a la
eternidad y él la encontraría. Y, con ella, abriría la puerta para que los
humanos nunca más murieran, nunca más envejecieran, nunca más crecieran, nunca
más nacieran. La humanidad dejaría de existir con la muerte del tiempo. Dioses,
todos pequeños dioses.
Pero, para ello, era preciso descubrir y utilizar el
único resquicio que dejaba la rueda del tiempo.
Doce largos meses planeándolo, haciendo cálculos,
gráficos y coordenadas, cuatro duras estaciones sufriendo la dictadura de las
relaciones más o menos próximas del sol y la tierra, 365 días (366 aquella vez
porque era año bisiesto),… todo ello era demasiado, insoportable.
Había construido una especie de bunker en el que
aislarse del bullicio exterior, en el que el silencio más absoluto le
permitiera abstraerse de cualquier otro cometido, de cualquier otro deseo.
Y se colocó al acecho. No tenía ninguna noticia de
la señal que esperaba, pero estaba seguro de que la reconocería en el momento
en que hiciera presente. Tenso, sudaba sin poder evitarlo.
La primera campanada, la segunda,… 2013 empezó
puntual.
No oyó los timbrazos de la puerta una y otra vez
repetidos. No sintió los golpes, ni los gritos, ni los ruidos, ni el posterior
silencio.
Cuatro días después tiraron abajo la puerta,
preocupados por su ya larga desaparición y alertados por el tufo que empezaba a
llegar al descansillo. Los bomberos encontraron el cuerpo rígido de un hombre
en el que ya no latía el corazón. Aquello, que había sido un hombre, había
muerto en el momento preciso.
Esta vez sí cazó su presa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario