Amnesia Temporal

                                                        Amnesia temporal
─ Habíamos dicho a las siete y pasan ya veinte minutos ─ dijo él, asomando la cabeza en el dormitorio.  ─ ¿Te ocurre algo?
─ ¿Habíamos dicho? ¿Dice usted que teníamos que hacer algo juntos a las siete? ¿Usted y yo? Ni siquiera sé quién es usted. Su cara me resulta conocida, me suena de algo, pero no consigo saber de qué
─ Vamos, Julia. No digas sandeces. Soy tu marido desde hace treinta y cinco años.
─ Pues, excepto lo que le digo de su cara, usted es un total desconocido. ¡No estará intentando aprovecharse de mí!
─ ¿Aprovecharme de ti? Además de que ni tú ni yo estamos ya para muchos trotes, ¿cuál iba a ser mi provecho? Son muchos años ya de compartirlo todo como para pensar en provechos.
─ ¿Insinúa que compartimos casa, comida, e incluso cama?
─ No sólo eso. También hijos, vacaciones, televisión y hasta gato.
─ No recuerdo yo que tenga ningún gato y la última vez que fui de vacaciones fue, fue…, ¿cuándo he salido yo de vacaciones?
─ Pues el pasado verano. Estuvimos en la playa y no nos separamos en toda la semana. Pero, ¿de verdad que no recuerdas nada?
─ En este momento no sabría decir ni quién soy, ni qué hago aquí. ¿Esta es mi habitación? ¿Por qué estoy preparada para salir? ¿Por qué este chinchón en la cabeza?
    Los ojos de él se iluminaron. Comprendió que Julia se había dado un fuerte golpe y había perdido la memoria. Si aquella amnesia era temporal, no podía desaprovecharla.
─  Te diré lo que hacemos aquí. Tu padre vive en Buenos Aires, es muy mayor y has recibido una llamada de tu hermana comunicándote que ha habido que hospitalizarlo.
» Estabas preparándote para viajar. Ibas a hacer las maletas y has debido caerte y golpearte en la cabeza. Tenías prisa por coger un avión. Yo, entretanto, iba a buscar el coche para acompañarte al aeropuerto. ¿Sigues pensando lo mismo?
    Ella no quería pasar por tonta. En realidad no recordaba nada de todo aquello, pero le parecía que tenía sentido. No había tiempo que perder.
─ Vayamos, pues. Ya me acuerdo ─ mintió.
    El, aparentando una gran delicadeza, la acompañó en sus gestiones por conseguir un billete en la terminal del aeropuerto de Madrid. Y, tras la facturación del equipaje, fue con ella hasta la puerta de embarque. Allí la besó en una mejilla y se despidió.
Mientras subía las escaleras del avión, Julia no dejaba de preguntarse en silencio quién sería su padre, cómo los reconocería a él y a su hermana, a qué dirección debería dirigirse una vez en Buenos Aires… Y entre tantas preguntas, de pronto creyó recordar las últimas palabras de su marido cundo iba a su habitación para prepararse: “¡qué ganas tengo de perderte de vista y de que me dejes en paz una buena temporada!”
Sonrió.
Aquel juego empezaba a gustarle.