“El
hombre de la bodeguera”. Nunca me habían llamado de manera parecida. O, al
menos, yo no lo he sabido. Pero, está claro que cuando no sabemos bien como
llamar a alguien, buscamos un rasgo que lo caracterice y que todos lo puedan
identificar, para poder referirnos a él.
Yo me
paseo por Medina con una perra bodeguera y de ahí que haya quien me conozca
como “el hombre de la bodeguera”.
Este
fue, supongo, el origen de muchos de los apellidos que hoy conocemos, y que no
nos causan ninguna extrañeza: Colmenero, Cabrera, Caballero, Molinero,…
Pero,
fijaros y poned vosotros el origen: Calvo, Bizarro, Cabezón, Rico, Salinas,
Montes, …
No hace
falta seguir. Este no es más que uno de los ejemplos de lo interesante que
puede resultar la sociología del lenguaje. Asunto que algún día pasado, hace ya
mucho tiempo, me parecía apasionante.
Y con
el lenguaje no sólo construimos la realidad social del individuo. También
construimos la sociedad, las relaciones sociales entre los hombres, los sexos,
las razas,… El lenguaje es todo menos inocente.
Por poner
un ejemplo. Este titular aparecía hace unos días en El Correo: “Las colonias
forales rompen fronteras con 24 chicos extranjeros de intercambio”. Nada más
inocente, ¿no?
Leyendo
el artículo, resultaba que 24 chavales extranjeros (sólo añade que 12 son
alemanes) comparten colonias con 1660 autóctonos. O sea, que a cada 70 de los
nuestros les toca un extranjero. Y, así, se rompen las fronteras.
Dos
preguntas, aunque podrían ser “mil”: ¿no habían dejado de existir las fronteras
en el espacio europeo? y ¿de más allá de las fronteras que sí existen ha venido
alguno en intercambio? Es decir, ¿vamos a mandar chavales nuestros a hacer
colonias a Guinea, Siria o Bangladesh?
Podríamos
fácilmente, hacer muchas más preguntas. Podríamos repasar la mayoría de las
noticias del periódico de cualquier día. Siempre llegaríamos a lo mismo: el
lenguaje es todo menos inocente.
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