A lo largo de cincuenta años la vida
puede dar muchas vueltas. A lo largo de cien, ni os cuento. ¿Alguna de ellas a
mejor? Leyendo “Herencias colaterales” de Lluis Llort Canceller parecería que
no.
Ironía no le falta al relatar el
periplo vital de unas familias de las burguesías catalana y vasca, de las que
parece reírse la historia.
Prosperan y decaen sin que en ellas
deje de ser algo normalizado la corrupción, el maltrato a las mujeres o las
niñas, la ambición desmedida, la falta de escrúpulos, la idiotez, la violencia
llevada hasta el extremo del asesinato.
No son como ese pobre raterillo,
incapaz de consumar un timo de poca monta, cuyo fracaso “viene de más lejos: del barrio, de la familia, de las limitaciones
permanentes, del rechazo y de las pocas posibilidades de mejora, de la
desoladora colección de negativas, de la falta de aire y de oportunidades”.
Detalles aquí y allá de crítica
social, crítica socarrona, sí, pero ácida y corrosiva. Una especie de retrato
social crudo caiga quien caiga. Como cuando la hermana, esa hermana con la que
hace muchos años ni siquiera habla, ha puesto el dinero necesario para salir
del apuro y Arturo “se siente salvado.
Momentáneamente, de acuerdo, pero dormirá de un tirón, un acto aparentemente
sencillo que resulta imposible para millones de personas”.
O cuando muestra la gente durmiendo
sobre cartones en cajeros automáticos;
O cuando describe nuestras calles de
esta manera: “va en sillas de ruedas.
Como tantos otros viejos empujados por inmigrantes, va en silla de ruedas, un
medio que ya se disputa el tráfico de la ciudad con los carros de supermercado
llenos de trastos de contenedor y la invasión cada vez más numerosa de
bicicletas campando a sus anchas”.
Oscuro humor negro, saltos en el
tiempo para que todo cambie a peor como suele pasar en las buenas novelas
negras.
Perfecta caracterización de los
personajes, buen ritmo con un desenlace
brutal e inesperado. Traición, odio, miedo, deslealtad.
Todo ello en “Herencias colaterales”.
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