lunes, 5 de noviembre de 2012

Adiós Hemingway

Posiblemente, a partir de mañana, se hará un poco más difícil leer. Por aquello de que comienzo mi último 15% de trabajo y durante un mes tengo que subir a la Escuela. No voy a recuperar el blog anterior. Que nadie tiemble.
Por lo que pudiera ocurrir, antes de semejante descalabro, me he procurado una novela que en principio pensaba que sería interesante: Adios Hemingway, de Leonardo Padura. Ahí os dejo mi crítica y un par de trocitos de la novela. Ojalá ninguno de vosotros se la pierda.



Sin palabras. Así me he quedado. Probablemente, cuando se lee algo tan bueno, tan “redondo”, se le agolpan a uno dentro tal cantidad de ideas, de sensaciones, sentimientos,… que para que salgan en orden haría falta algo mucho más amplio que un papel y un bolígrafo (el mar, ¿quizás?) porque estos medios son tan reducidos, tan estrechos que sólo sirven para que se forme un gran tapón.
Padura consigue un canto a la amistad ( y a algo más) sin atisbos de ñoñería o malentendidos, mientras trata de destripar la verdad (que nunca alcanzará, como ya había profetizado en el comienzo de la novela) sobre unos huesos aparecidos en la vieja mansión santiaguina en la que Hemingway vivió casi al final de su vida.
Al hilo de ello querrá conocer la verdadera dimensión humana de Hemingway y sus sentimientos hacia él. Sin mentiras. Sin ocultarse nada.
Y, mientras lo hace, deja caer una visión crítica, ácida y muy poco abierta a la esperanza sobre unas cuantas cosas. Incluida la literatura.
Adiós Hemingway de Leonardo Padura se sale de lo que suele ser normalmente una novela negra, (pero tiene todos sus ingredientes) para convertirse en un novelón sin adjetivos.


Así empieza:

Primero escupió, luego expulso los restos del humo agazapado en sus pulmones y finalmente lanzó al agua, propulsándola con sus dedos, la colilla mínima del cigarro. El escozor que sintió en la piel lo había devuelto a la realidad y, de regreso al adolorido mundo de los vivos, pensó cuánto le hubiera gustado saber la razón verdadera por la cual estaba allí, frente al mar, dispuesto a emprender un imprevisible viaje al pasado. Entonces empezó a convencerse de que muchas de las preguntas que se iba a hacer desde ese instante no tendrían respuestas, pero lo tranquilizó recordar como algo similar había ocurrido con muchas otras preguntas arrastradas a lo largo y ancho de su existencia, hasta llegar a aceptar la maligna evidencia de que debía resignarse a vivir con más interrogantes que certezas, con más pérdidas que ganancias. Tal vez por eso ya no era policía y cada día era menos cosas, se dijo, y se llevó otro cigarro a los labios.
 

La gran verdad de la novela:
El Conde disfrutaba con la idea de que los libros podían hablar, cobraban vida y autonomía. Entonces comprendía que su amor por aquellos objetos, gracias a los cuales ahora vivía y de los que a lo largo de los años había obtenido una felicidad diferente a todas las otras modalidades posibles de la felicidad, era una de las cosas más importantes de su vida, en la cual cada vez quedaban menos cosas importantes, y las empezó a contar: la amistad, el café, el cigarro, el ron, hacer el amor de vez en cuando -ay, Tamara, ay, Ava Gardner- y la literatura. Y los libros, claro, sumó al final.

Este podría ser el colofón final:
Acuérdate de que hay muchas clases de escritores -y empezó a contar con todos los dedos que logró convocar-: los buenos escritores y los malos escritores, los escritores con dignidad y los escritores sin dignidad, los escritores que escriben y los que dicen que escriben, los escritores hijos de puta y los que son personas decentes...

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