lunes, 12 de octubre de 2020

La buena suerte

 

“La buena suerte” de Rosa Montero me ha parecido una novela excesivamente ambiciosa: la infancia maltratada; el amor y el desamor; el triunfo profesional; la relación con los hijos;  la duración de la vida y la eutanasia; … demasiados y ,muy profundos asuntos para tratarlos desde unos personajes que no dan para tanto.

Y “demasiado cuento de hadas”: ese amor, a todas luces imposible, redentor y que da sentido a la existencia, ese nuevo hijo que va a nacer con un padre de 55 años y que llena de esperanza su vida.

En algunos momentos empalma con la realidad a base de “citar” noticias del periódico, como queriendo mostrar que la novela no exagera. Y es muy posible que así sea, que en la vida se dan todas las situaciones que el relato presenta y todavía más.

Ello no obstante, se lee a gusto, ofrece materia para repensar algunas de las cosas de nuestra vida, se abre a un mundo mejor. Por momentos su escritura es brillante.

Y como el asunto de la posibilidad de elegir el momento de la muerte de uno mismo es tema que me preocupa, os dejo la reflexión que uno de los personajes de la novela hace sobre ello. Se trata de un “mayor” que vive atado a un dispensador de aire, casi sin recursos, solo, sin “nada más que hacer en la vida”:

“Estuvo [su padre] casi diez años en una residencia pública mientras la enfermedad se lo zampaba, aparcado en su silla de ruedas […] Felipe se pasaba las horas de visita frente a él, enderezándole de cuando en cuando […] sin poder comunicarse con su padre, simplemente observando el destrozo. Que era comparable al resto de viejos y viejas que le rodeaban en la residencia, varias decenas de muertos sin acabar de morirse. Felipe se decía: para qué, por qué, cómo es posible que duremos tanto, que nos sobrevivamos tanto a nosotros mismos, que contravengamos todas las leyes de la naturaleza, de la razón y de la piedad más elemental. La decadencia orgánica puede llegar a alcanzar un nivel obsceno. Así que, cuando por fin el hombre se murió de manera oficial, al regresar del cementerio, Felipe decidió que él nunca iba a pasar por semejante indignidad y que, para eso, debería ser capaz de matarse cuando aún estuviera bien, suicidarse muy vivo, un suicidio que formara parte de la vida y no de la muerte porque Felipe sabía que, si esperaba hasta estar enfermo, entonces el cuerpo tomaría el mando, y el cuerpo, dejado a su albedrío, siempre quiere seguir viviendo. Las células se empeñan ferozmente en vivir”.

Lo que sigue tendréis que leerlo en la novela.

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