Esta semana he comprado un libro. En una librería. En papel.
La culpa la ha tenido Lola López de la Calle, que ha escrito una novela: “Melocotones
de viña”. La compra ha sido un pequeño homenaje a ella y a la posibilidad de
que alguien llegue a novelista.
Conocí a Lola y sus casi primeros escritos (que yo sepa) hace
una porrada de años cuando ambos empezábamos a frecuentar un taller de
escritura. Durante algún tiempo formamos parte de un pequeño grupo al que llamábamos
“kedada literaria”, que de vez en cuando – cada vez más de vez en cuando- nos
reuníamos a tomar una cerveza y leernos algo de lo último que habíamos escrito.
Yo sabía que ella (y alguna otra más) había seguido en el
empeño de mejorar su forma de escribir y en el de llegar a publicar algún día.
Yo lo dejé en el momento en que descubrí que escribir era muy duro,
excesivamente costoso y me quedé en esta especie de sucedáneo que es el blog.
Cuando lea la novela la comentaré aquí, claro. Pero hoy eso
no es lo más importante. Poco a poco me he ido haciendo una idea de lo que
significaba escribir una novela. Para hacerlo uno necesita primero tener una
buena historia y luego paciencia, perseverancia y disciplina.
Para escribir una buena novela, además, se necesita “chispa”:
imaginación, dominio del lenguaje, inspiración.
Para convertirte en novelista, es necesario que alguien te la
edite. Y eso ya no depende de ti.
Me alegro de que todo esto le haya podido pasar a Lola. Y
espero alegrarme un día por haber leído su novela. Pero eso será en otra
entrada.
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