Acabo de terminar “Los últimos días de nuestros
padres” de Joël Dicker. Esta novela, ganadora en el 2010 del Premio de los
Escritores Ginebrinos, nos llega (y la leo) después de la que escribió en
segundo lugar y pudimos leer antes: “La verdad sobre el caso Harry Quebert”
(podéis encontrar lo que me pareció en la entrada del 7 de agosto del 2013).
La verdad es que me da mucha pereza escribir sobre “Los
últimos días…”. Hay que pensar. No se puede despachar esta novela así como así.
Y uno ya no está para esos trotes.
La historia es muy “sencilla”. Un grupo de varones y
una mujer, en plena Segunda Guerra Mundial, franceses, con Francia ocupada por
los alemanes (es 1942), se alista en el servicio secreto inglés para luchar
contra los nazis. Se preparan para ello en varios centros de enseñanza y se
hacen amigos. Una vez listos, participan directamente, de una forma u otra, en
la guerra.
Es fácil de seguir, es amena, tiene un ritmo
sosegado, tranquilo. La anécdota no tiene ningún misterio, ninguna trama oculta
y el lector conoce de primera mano lo que va sucediendo cuando ocurre; lo sabe
incluso antes que varios de sus protagonistas. Aunque al principio parece que
sí, ni siquiera -diría yo- hay un
protagonista único.
A no ser que el protagonista sea el Hombre. La
novela no destaca por su simpleza. No. Contiene auténticas cargas de
profundidad. Y esas son las que me dan pereza. Prefiero dejarlas reposar
tranquilas. Prefiero no tener que verbalizarlas. Ahí están para quienes queráis
leerlas.
Cuando era joven ( y lo señalo, porque en esto de la
Historia, las teorías varían casi tanto como la moda), me explicaron que las
dos guerras mundiales de la primera mitad del siglo XX habían significado,
entre otras muchas cosas, el final de la fe en el Hombre, la desesperanza más
absoluta. De esto – creo – va la novela.
Es una novela fácil de leer y dura de asimilar; es
una novela de una tristeza muy profunda. Os dejo un par de textos:
“No es
valentía, ¡es desesperación! ¡Desesperación! […] Hitler puede acabar matándome,
y a fuerza de burlarme tengo menos miedo, porque nunca, nunca, hubiese pensado
que me tocaría a mí levantarme en armas. He esperado a los Hombres, ¡y nunca
han aparecido!. […]
Ya lo sabía
Palo: el mayor peligro para los Hombres eran los Hombres.
“Señor,
ten piedad de nuestras almas.
Ya
no queremos matar.
Ya
no queremos luchar.
Ya
no queremos que vuelva a cegarnos el odio; pero, ¿cómo resistir a la tentación?
¿Nos
curaremos un día de aquello en lo que nos hemos convertido?
Señor,
ten piedad de nuestras almas. Ya no sabemos quiénes somos.”
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