miércoles, 21 de enero de 2015

Los últimos días de nuestros padres

Acabo de terminar “Los últimos días de nuestros padres” de Joël Dicker. Esta novela, ganadora en el 2010 del Premio de los Escritores Ginebrinos, nos llega (y la leo) después de la que escribió en segundo lugar y pudimos leer antes: “La verdad sobre el caso Harry Quebert” (podéis encontrar lo que me pareció en la entrada del 7 de agosto del 2013).

La verdad es que me da mucha pereza escribir sobre “Los últimos días…”. Hay que pensar. No se puede despachar esta novela así como así. Y uno ya no está para esos trotes.
La historia es muy “sencilla”. Un grupo de varones y una mujer, en plena Segunda Guerra Mundial, franceses, con Francia ocupada por los alemanes (es 1942), se alista en el servicio secreto inglés para luchar contra los nazis. Se preparan para ello en varios centros de enseñanza y se hacen amigos. Una vez listos, participan directamente, de una forma u otra, en la guerra.
Es fácil de seguir, es amena, tiene un ritmo sosegado, tranquilo. La anécdota no tiene ningún misterio, ninguna trama oculta y el lector conoce de primera mano lo que va sucediendo cuando ocurre; lo sabe incluso antes que varios de sus protagonistas. Aunque al principio parece que sí, ni siquiera  -diría yo- hay un protagonista único.
A no ser que el protagonista sea el Hombre. La novela no destaca por su simpleza. No. Contiene auténticas cargas de profundidad. Y esas son las que me dan pereza. Prefiero dejarlas reposar tranquilas. Prefiero no tener que verbalizarlas. Ahí están para quienes queráis leerlas.
Cuando era joven ( y lo señalo, porque en esto de la Historia, las teorías varían casi tanto como la moda), me explicaron que las dos guerras mundiales de la primera mitad del siglo XX habían significado, entre otras muchas cosas, el final de la fe en el Hombre, la desesperanza más absoluta. De esto – creo – va la novela.
Es una novela fácil de leer y dura de asimilar; es una novela de una tristeza muy profunda. Os dejo un par de textos:
“No es valentía, ¡es desesperación! ¡Desesperación! […] Hitler puede acabar matándome, y a fuerza de burlarme tengo menos miedo, porque nunca, nunca, hubiese pensado que me tocaría a mí levantarme en armas. He esperado a los Hombres, ¡y nunca han aparecido!. […]
Ya lo sabía Palo: el mayor peligro para los Hombres eran los Hombres.
“Señor, ten piedad de nuestras almas.
Ya no queremos matar.
Ya no queremos luchar.
Ya no queremos que vuelva a cegarnos el odio; pero, ¿cómo resistir a la tentación?
¿Nos curaremos un día de aquello en lo que nos hemos convertido?
Señor, ten piedad de nuestras almas. Ya no sabemos quiénes somos.”

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