A media
mañana habían salido de casa, él ella y la perra. Como el tiempo, el meteorológico
y el cronológico, lo permitía, y hasta casi lo pedía, habían decidido bajar al
mercado de la ciudad.
Por el
camino se han sentado en una terraza en pleno Casco Viejo. El café ha sido
amenizado por un variopinto conjunto de personas que a esas horas pasaban o
paseaban por allí: a las gentes naturales de la ciudad había que añadir
grupitos de turistas: anglosajones, franceses, asiáticos, al menos, habían podido
ser distinguidos por el habla o los rasgos de la cara. Posiblemente, dadas las
circunstancias económicas, se habrían juntado también gentes sin trabajo que holgazaneaban por allí,
jóvenes, y no tan jóvenes, con las mochilas a cuestas y, casi con toda
seguridad, la mayor parte de sus haberes en ellas.
Unos
andaban con la cabeza gacha, otros consultaban sus mapas, aquéllos preparaban
sus cámaras o hacían exclamaciones, éstos dirigían sus miradas a lo alto en busca
de “edificios emblemáticos”.
Junto a
la mesa de la pareja se han sentado dos jóvenes de habla inglesa. Él ha tratado
de acariciar a la perra y se ha ganado un par de ladridos, aunque eso no le ha
hecho perder la sonrisa. Al fin y al cabo está de vacaciones en una ciudad
extraña. Un poco después, el hombre de nuestra pareja ha reparado en dos chicas
asiáticas de edad indefinida. Sonreían, se decían en voz baja algo, se miraban,
contemplaban la cámara de fotos, se volvían a sonreír y, sin levantar apenas la
mirada, pasaban de largo.
La
pareja ha acabado su café y, antes de llegar al mercado, la mujer ha entrado en
una tienda. El hombre se ha quedado fuera, esperando con la perra. Y la pareja
de asiáticas ha reaparecido. Su camino se cruzaba con el lugar donde el hombre
esperaba. De nuevo sonrisas, voces tenues, miradas, cámara. El hombre ha creído
que le estaban pidiendo permiso para hacer una foto. Y antes de que saliera de
su extrañeza ha descubierto que el objetivo de la cámara enfocaba hacia su
perra. La ha llamado y ha sabido que la foto de su mascota viajaría a países
muy lejanos y que allí se hablaría de ella.
Aquellas
chicas habían descubierto, y no sería ni la primera, ni la segunda ni la última
vez, que, donde menos se espera, las ciudades guardan realidades bonitas,
dignas de ser recordadas más allá de las que aparecen en las guías turísticas.
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