Había
oído repetir tantas veces aquello de “¡qué bonita nos está quedando la ciudad!”,
él mismo lo había dicho tantas veces como si fuera el eco de una propaganda bien hecha, que una
tarde, así sin más, decidió salir a pasear y gozar de su ciudad.
Se dirigía
hacia el metro, sin ninguna prisa, cuando se encontró en medio de una
estructura de metal que no le dejaba paso por ninguna parte. Las barras de
aquel andamiaje que llegaban casi hasta la carretera ni siquiera permitían ver,
hacia arriba, la que envolvían.
Tuvo
que salir a la carretera para dejar paso libre a la mujer y los niños que
venían de frente. Era eso o retroceder hasta el comienzo del largo túnel en que habían convertido la acera de la calle
central de su barrio.
Cuando
quiso recobrar la parte dedicada en exclusiva a los peatones, se tropezó con la
pared trasera, eso sí de lona nada peligrosa, de la terraza que el bar más próximo al portal
de la casa por arreglar había montado para aprovechar las bonitas tardes que,
decían, se aproximaban en el tiempo. O, al menos, para que la aprovecharan los
fumadores y gastaran allí su dinero.
Lo
consiguió justo en el momento en que del supermercado contiguo salían dos
grandes carretillas vacías. Su volumen y su necesidad de movilidad hacían
imposible cruzarse con ellas. Volvió a la carretera en el momento en que una
bicicleta le doblaba por su izquierda sin haberla visto. Quiso el cielo que no
derribara al ciclista y todo se quedara en un susto.
Ya
podía seguir su camino al metro. Sólo debía sortear unos cuantos grupos de
transeúntes que habían dado en encontrarse (de seis en seis, de ocho en ocho)
sin que se hubieran visto en mucho
tiempo. Dejados atrás los grupos de amigos reencontrados, llegó a la altura de
la siguiente cafetería. No había terraza a la vista, únicamente tres o cuatro
mesas dispersas rodeadas de varias sillas cada una. En una de ellas habían
acampado un par de matrimonios jóvenes que trataban de hacer que sus vástagos
merendaran sin apearse de sus respectivas motos y patinetes.
Saltó,
esquivó, se movió con toda la rapidez y agilidad que pudo. Dobló la esquina y
pensó que, por ese día, la experiencia ya bastaba. No había disfrutado mucho de
su ciudad, quizás no había acertado con el barrio adecuado, pero dio gracias a los dioses (esta vez
disfrazados de alcalde) porque comprendió que la vida le estaba resultando un
poco más barata. Las tasas por obras y servicios, que, sin duda, el
ayuntamiento recaudaría como impuestos por alquilar su suelo del alcalde no,
suyo de él), servirían para que disminuyeran los impuestos que él había de
pagar en aquella ciudad en la que vivía, disfrutaba y votaba. ¿O no?
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