Me
habían tocado una entradas para el cine en uno de esos concursos que aparecen
en los periódicos y que consisten en enviar por teléfono móvil una palabra y
que, si tienen suerte (ellos), consiguen llenar el cine, cubrir ampliamente el
coste de las entradas y sacar unas ganancias extras sólo con lo que cuesta el
mensaje.
La
tarde estaba bonita y decidí ir a buscar las entradas dando un paseo. La
soledad suele invitar a pensar y la visión de aquella larga calle que parecía
no tener fin me llevó a compararla con la vida. Como si las vidas no fueran ya
los ríos que van a parar a la mar, sino las largas avenidas que desembocan en
una plaza: visión mucho más apropiada para un urbanita, por cierto.
Comencé
así a reconstruir, con la levedad y simpleza que otorga el hacerlo a lo largo
de un paseo por la ciudad, mi autobiografía, mi identidad o, quizá mejor, mis
identidades. Y recordé cómo había comenzado por ser el hijo de… (aquí va el
nombre de mi padre, unas veces, y el de mi madre, otras; a veces, los de los
dos). Poco después fui el “chico de…” (aquí el nombre de un pueblo).
Quise
saber la hora que era porque tenía una cita posterior. Desde mi jubilación se
pueden contar con los dedos de la mano los días que he usado reloj. Ese no era
uno de ellos, por lo que acudí al móvil, que es lo habitual. Y, lo que también
es habitual, comprobé que lo había dejado en casa. No me costó mucho saber la
hora; la ciudad está llena de relojes. Tenía tiempo de sobra.
Tranquilicé
aún más el paso y recordé como fui “el
hermano de…”, “el marido de…”, “el padre de…”, “el profesor de…”, “el amigo de…”
y un largo etcétera.
Cuando
llegué a la oficina donde esperaban mis entradas, me pidieron el D.N.I. Fueron
tantos los años en los que era absolutamente imprescindible llevarlo encima
para evitar disgustos innecesarios, que jamás salgo de casa sin él. Pero no
bastaba. La petición de entradas había sido hecha desde un móvil y ese era el
elemento que podía dar cuenta de que el propietario de las entradas y yo éramos
la misma persona. No llevaba encima mi móvil. Amablemente, la oficinista me
pidió el número para comprobarlo. Yo, qué le vamos a hacer, no lo sabía. Ya sé
que soy culpable, aunque no sepa muy bien de qué. El caso es que entendí que
sin mi número de móvil yo no era nadie. Al final del paseo me había quedado sin
identidad real.
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