En homenaje a Petros Márkaris
Levantó la cabeza de la lectura y miró el rótulo del andén: Basarrate. Aún tenía tiempo. El trayecto hasta Plencia era muy largo.
Quería acabar la
novela cuanto antes. Apenas unas páginas más y el misterio se resolvería, el
crimen sería desenmarañado y ya no podría quedar impune.
Conocía muy bien el desarrollo de una novela negra. No era un lector novato. Por eso no podía esperar un final benévolo para el asesino. El comisario lo descubriría y lo detendría en breve plazo. Quizás antes de llegar a Abando.
Conocía muy bien el desarrollo de una novela negra. No era un lector novato. Por eso no podía esperar un final benévolo para el asesino. El comisario lo descubriría y lo detendría en breve plazo. Quizás antes de llegar a Abando.
Pero esta vez el
lector no quería que tal cosa ocurriese. No saberlo, no llegar hasta la última
página, dejar la lectura inconclusa, significaría que no habría responsable,
que nadie sería acusado ni declarado culpable de tales muertes.
Al fin y al cabo
su ejecutor resultaba mucho más simpático que las víctimas. Si en aquel juego
fatal alguien despertaba empatía no eran los muertos.
Llegados a
Indautxu repasó, como en un flashback, quiénes eran ellos: un director de banco
de dudosa honorabilidad, un dirigente del FMI, y un consultor de una agencia de
calificación de riesgos. Los tres formaban parte activa del grupo social de intocables e intocados por la
crisis económica que ahogaba al lector. Los tres eran responsables de ella.
No, no quería
que la novela llegase a su final. No podía permitir que se castigara a quien se
había convertido en la mano ejecutora de un clamor popular. Aunque fuera en la
ficción. Cerca ya de San Mamés, su rebelión interior estaba a punto de estallar.
Y, sin embargo, quería conocer el final. La lealtad a su espíritu de lector lo obligaba. Como siempre que una trama bien construida lo hechizaba. Era lector habitual de novela negra y su impaciencia siempre crecía hasta el desenlace, hasta que el culpable era conocido y castigado.
Y, sin embargo, quería conocer el final. La lealtad a su espíritu de lector lo obligaba. Como siempre que una trama bien construida lo hechizaba. Era lector habitual de novela negra y su impaciencia siempre crecía hasta el desenlace, hasta que el culpable era conocido y castigado.
En Deusto, la
historia se aproximaba a su final. La tensión del lector no podía continuar.
Página a página se volvía cada vez más insoportable. Sólo había una salida.
Antes de dejar
la estación de San Ignacio apagó con determinación el e-book, saltó del tren y
en el mismo andén se sentó y tomó papel y bolígrafo. La historia tendría un
final; el culpable sería castigado, pero, aunque sólo lector habitualmente,
esta vez sería él mismo quien reinventara las páginas que aún le quedaban al
relato, antes de que éste le impusiera su desenlace.
Poco a poco,
metódicamente, fue recuperando detalles casi olvidados a lo largo de la
investigación. El comisario tuvo que ir desviando su interés: de buscar a un
despechado que quería vengarse de los bancos que le habían arruinado a
descubrir una fuerza clandestina más dañina aún que los propios asesinados.
Fueron
apareciendo pistas que conducían a un sicario contratado por quienes
necesitaban cerrar la boca de aquellos tres individuos frágiles en última
instancia, al borde de desmayar y confesar las verdades que determinado grupo
de poder del Banco General Europeo debía ocultar, si quería mantener su
situación de privilegio y de dominio.
Manejó las elucubraciones del comisario para que, en un alarde de imaginación, perspicacia e inteligencia diera con el grupo, lo deshiciera y lograra poner a disposición de la justicia a varios peligrosos enemigos sociales. No quiso saber lo que ocurriría en aquellas manos, aunque lo intuía. Su trabajo terminaba allí.
Manejó las elucubraciones del comisario para que, en un alarde de imaginación, perspicacia e inteligencia diera con el grupo, lo deshiciera y lograra poner a disposición de la justicia a varios peligrosos enemigos sociales. No quiso saber lo que ocurriría en aquellas manos, aunque lo intuía. Su trabajo terminaba allí.
Sólo se le
escapó el sicario que había servido de instrumento ciego a una conspiración de
poderosos dictadores, aquel sicario experto en el uso de la soga y el puñal.
Una orden a la interpol de búsqueda y captura que, casi con toda certeza, nunca
tendría éxito, sirvió para acabar el relato.
Nunca supo,
nunca sabrá, si aquel relato se asemejaba a la novela que otros lectores iban a
leer. “Esta vez – pensó – no será importante”.
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