El viajero,
que llegó hasta aquí desorientado porque, sin duda, tomó mal un cruce y se fue
por la carretera que no debía, no sabe dónde se encuentra, ignora qué hay más
allá de la señal.
Quizás
encuentre uno de esos pueblos a los que algún “demócrata descerebrado” ha
decidido privar de su nombre, porque la nomenclatura no le gusta. Pero, es
improbable porque dichos sujetos acostumbran a dejar en el lugar la grafía que
a ellos les gusta.
Quizás
está llegando a un lugar en el que sus moradores dejan la puerta abierta a que
cualquiera pueda encontrarse en su pueblo y ellos no obligan a nadie a llegar a
un pueblo de nombre desconocido y vecinos dispuestos a tratarle de foráneo, de
extranjero. Tampoco es muy probable, porque estaríamos más allá del espejo, en
el cuento, en el sueño.
Quizás
está llegando a un pueblo “blanco”, donde todo está en ese estado antes de
mancharse y le esperan para que participe con ellos de su semana de vacaciones.
El estado de las casas que se veían a lo lejos no hablaba, sin embargo, de
cuidado, blancura, sino de esas medias tintas que nos hacen hombres y no
ángeles.
Sólo sé
que me perdí (no demasiado), que nos perdimos, que por allí no se iba, pero
llegar hasta allí y, desde allí, volver al lugar de partida y meta fue bonito.
El camino
es lo bonito, aunque en el pueblo estaba la fuente.
Y al
final, la cerveza y el chorizo.
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