No es este el
primer verano que paso unos días en un pueblo castellano con río. Ya lo había
hecho antes, pero la situación es muy distinta.
En esta ocasión
todos los días vamos al río, o casi todos.
Contra lo que
podéis haber pensado al leerlo, no vamos, fundamentalmente, a bañarnos. Lo que
cuenta, por encima de todo, es sentarse tranquilamente a la sombra a leer un
buen rato.
El río, este río es
pobre en caudal. Da para remojarse y en algún recodo para dos (sin metáforas) brazadas en un pozo que casi
te cubre.
Ir al río es ir a
un espacio con una gran riqueza de matices. El agua que corre por su cauce no
es más que uno de ellos.
En el río, para
empezar, no hace calor, porque toda su orilla está bajo la sombra de altos y
frondosos árboles. En el río no hay aglomeraciones, ni gente que grita, ni
músicas; tres o cuatro grupitos pequeños de gente que toma el sol, lee y
observa cómo unos pocos niños se pasean con reteles en los que intentan
capturar un pececillo, una rana o un cangrejo.
Unos pocos jóvenes
que buscan el lugar donde dar un par de brazadas posiblemente para impresionar
a sus compañeros del otro sexo, algunos mozalbetes llegados en sus bicis y
varios jubilados con el periódico extendido: es todo el personal que
encontraréis.
Y, para llenarlo
todo, el runrún del agua, la luz cegadora del sol, y el croar de las ranas.
Después del río, aquí gasto |
Casi todos los
días, zambullirse, no tanto en el agua cuanto en “el río”, es el mejor antídoto
contra cualquier tipo de estrés.
el valor de uso de mi trabajo |
Fuera, lejos,
siguen sonando las trompetas del apocalipsis: reforma laboral, convenios en
caída libre, corrupción, sms cariñosos entre los próceres de la nación.
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