Ha
muerto Bego. Era una de aquellas buenas amigas y amigos de mis tiempos vividos
en Deusto, hace ya más de 40 años. Una amistad que se fue diluyendo en el
tiempo y la distancia física. Pero que siempre mantuvo un poso de respeto y
cariño.
Luego
sólo quedaron vivas un par de cenas o tres y algunos encuentros fortuitos por
las calles de Bilbao, repartidos a lo largo de esos años.
Con
Bego me encontré por casualidad varias veces en los últimos ¿dos? años. Nos
paramos en medio de la calle e intercambiamos un rato (no muy largo) de nuestro
tiempo, siempre con la promesa de que un día nos “tomaríamos un café”. Ella
empezaba a disfrutar de su jubilación. Y me contó que se había tropezado un día con este blog y que algunas veces lo leía.
Más
tarde, no hace mucho, llegó el cáncer, que se la ha ido “comiendo”. Bego ha muerto
después de una absolutamente innecesaria agonía, en uno de esos finales que “casi”
agradeces.
Y
su muerte, una vez más, me deja en medio de un silencio contenido. Las muertes
de gentes cercanas (que cada día aumentan) me dejan otra vez sin palabras. Es
que creo que no hay posibles explicaciones.
Los
hombres y las mujeres tenemos fecha de caducidad. No está escrita en ningún
lugar y nadie tiene derechos sobre ella. Pero no somos infinitos. Y hay que
admitirlo y vivirlo, hacerlo nuestro, aunque duela.
Lo
que me “consuela” es que mientras esa fecha llega, más o menos frescos, todos
servimos para algo.
Bego no leerá esta entrada, pero yo estaba obligado a escribirla. Para ella.
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