Esta
mañana me tocaba revisión (de las habituales) con el traumatólogo. Así que –privilegios
de jubilado– he ido andando desde casa hasta el hospital. Fruto de ese paseo
son estas dos escenas “ciudadanas”, o sea, de las que suceden en la ciudad.
Camino por la acera. Quince metros por delante va
una chica joven. De repente, se golpea
con la mano en la frente, gira 180 grados y desciende (estamos en cuesta);
llega a un coche, saca el móvil y hace una foto de la parte trasera del
automóvil.
Vuelve a caminar, rápida, hacia arriba de tal
forma que rebasa mi posición. Y unos metros más adelante se para ante una
máquina de la OTA, mira el teléfono (no tengo duda de que observa la foto que
acaba de hacer) y comienza a teclear en la máquina.
Qué difícil se ha puesto esto de memorizar tres
letras y cuatro dígitos durante un período de tiempo inferior al minuto.
Sala de espera en la consulta de
traumatología del hospital: Niños que corren, amamas que cantan canciones de
sus tiempos de niñas, alguna discusión que, a veces, sube de tono, amamas que
encienden a sus nietos una tablet, sonidos metálicos de altavoces, ruido de tecleo
en muchos móviles, amamas que exhiben orgullosas a “sus” niños.
Y, de repente, el silencio para escuchar el
nombre del afortunado que pasa a la siguiente dependencia, la última antes de
entrar en la consulta propiamente dicha.
Esta vez no ha sido mi nombre. Ni ésta ni las
más de treinta anteriores. Y el runrún sube de volumen y la siguiente
ayudante-de-enfermera-mensajera-de-la suerte lucha por hacerse oír. No lo tiene
fácil. Aunque lleva en las manos una extensa lista, ninguno de los nombres
coincide con el de los que esperamos.
Alguien aprovecha para hacer un chiste, el
mismo que nunca falta en mis días de revisión-consulta; otro habla por
teléfono. Y para cuando vuelve el silencio y parece que va a quedarse, los
niños se han renovado, hay nuevas amamas con nuevas-viejas canciones y una
nueva discusión sube de tono.
No hay comentarios:
Publicar un comentario