Algunas
mañanas, las menos, el parque de Txurdínaga se convierte en el “refugio” donde
yo puedo pasear y la perra correr sin ataduras. Hasta que algún agente de la
autoridad detenga sus carreras a golpe de multa.
Y allí,
con los ojos y los oídos abiertos, existe la suficiente tranquilidad como para
observar y oír un mundo entero de personajes.
Están
los que pasean: solos, con una marcha constante, regular y de buen tono, o casi
arrastrando los pies sacando más fuerzas de una cabeza que no se rinde que de
unos músculos a los que les queda poca energía; o en grupos, a veces pequeños, como ese hijo que acompaña a su madre en lo
que parece que será uno de los paseos de su última primavera, o esa pareja de
enamorados que aprovechan cualquier hora del día para hacer un arrumaco, o ese (supongo)
matrimonio que todavía a edad muy adulta pasea cogido de la mano, o
ese abuelo que se inclina sobre el cochecito en el que su nieto hace pucheros
tratando de convencerle de que el mundo es bonito y no hay por qué llorar.
También
hay grupos relativamente grandes. Curiosamente la mayoría del mismo sexo y, con
una explicación fácil, y casi todos de varones. Se les oye hablar y sus temas
de conversación no varían mucho: fútbol: “el
último … lo ganó el Barça. Porque estuvo mi yerno” (Se sobreentiende que la presencia de su yerno
no fue la razón de la victoria del Barça, sino que es la razón por la que él
puede afirmar lo que dice), esos programas de la tele que no hacen más que
aburrir “así que me fui pronto a la cama”,
“los mismos de siempre”: “son todos
iguales; primero parecen buenos… hasta que se demuestra lo contrario”.
Están
los que corren, comprobando una y otra vez sus constantes vitales, el reloj que
indica su marca, sudorosos, de pelea continua con ese sosiego lento que
alimenta al resto de los ocupantes del
parque. Son, generalmente, los más jóvenes a esa hora. Pero su velocidad no
resulta insultante, aún no han empezado los sprints y la presencia de unos
cascos en sus orejas confirman que quizás
la música o las noticias les interesan más que el esfuerzo de sus piernas
y el bienestar de su corazón. Y eso los
iguala al resto.
Están
los que permanecen quietos, sentados o de pie, vigilando al perro, leyendo una
revista o el periódico, a veces se ve un e-book. Alguno descansa sin más. Y en
sus ojos parece adivinarse la paz de una mañana sin prisas, el gusto por el
verde frente al asfalto que ya llegará, el rebote del trino de los pájaros o el
reflejo de los que pasan por delante, invitándole a unirse a ellos.
Luego
la perra y yo volvemos al barrio, a Santutxu. Pero las dificultades para
pasear, las trampas para mirar a los que están alrededor, los obstáculos,
semáforos, terrazas, piernas ocupando todo el espacio, los ruidos sin trinos, …
forman parte de otra entrada de blog.
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