Por lo que pudiera ocurrir, antes de semejante descalabro, me he procurado una novela que en principio pensaba que sería interesante: Adios Hemingway, de Leonardo Padura. Ahí os dejo mi crítica y un par de trocitos de la novela. Ojalá ninguno de vosotros se la pierda.
Sin palabras. Así me he quedado.
Probablemente, cuando se lee algo tan bueno, tan “redondo”, se le agolpan a uno
dentro tal cantidad de ideas, de sensaciones, sentimientos,… que para que
salgan en orden haría falta algo mucho más amplio que un papel y un bolígrafo
(el mar, ¿quizás?) porque estos medios son tan reducidos, tan estrechos que
sólo sirven para que se forme un gran tapón.
Padura consigue un canto a la amistad
( y a algo más) sin atisbos de ñoñería o malentendidos, mientras trata de
destripar la verdad (que nunca alcanzará, como ya había profetizado en el
comienzo de la novela) sobre unos huesos aparecidos en la vieja mansión
santiaguina en la que Hemingway vivió casi al final de su vida.
Al hilo de ello querrá conocer la
verdadera dimensión humana de Hemingway y sus sentimientos hacia él. Sin
mentiras. Sin ocultarse nada.
Y, mientras lo hace, deja caer una
visión crítica, ácida y muy poco abierta a la esperanza sobre unas cuantas
cosas. Incluida la literatura.
Adiós Hemingway de Leonardo Padura se sale de lo que suele ser normalmente una novela negra, (pero
tiene todos sus ingredientes) para convertirse en un novelón sin adjetivos.
Así
empieza:
Primero escupió, luego expulso los
restos del humo agazapado en sus pulmones y finalmente lanzó al agua, propulsándola
con sus dedos, la colilla mínima del cigarro. El escozor que sintió en la piel lo
había devuelto a la realidad y, de regreso al adolorido mundo de los vivos, pensó
cuánto le hubiera gustado saber la razón verdadera por la cual estaba allí, frente
al mar, dispuesto a emprender un imprevisible viaje al pasado. Entonces empezó
a convencerse de que muchas de las preguntas que se iba a hacer desde ese
instante no tendrían respuestas, pero lo tranquilizó recordar como algo similar
había ocurrido con muchas otras preguntas arrastradas a lo largo y ancho de su
existencia, hasta llegar a aceptar la maligna evidencia de que debía resignarse
a vivir con más interrogantes que certezas, con más pérdidas que ganancias. Tal
vez por eso ya no era policía y cada día era menos cosas, se dijo, y se llevó
otro cigarro a los labios.
La gran verdad de la novela:
El Conde disfrutaba con la idea de que
los libros podían hablar, cobraban vida y autonomía. Entonces comprendía que su
amor por aquellos objetos, gracias a los cuales ahora vivía y de los que a lo
largo de los años había obtenido una felicidad diferente a todas las otras
modalidades posibles de la felicidad, era una de las cosas más importantes de
su vida, en la cual cada vez quedaban menos cosas importantes, y las empezó a
contar: la amistad, el café, el cigarro, el ron, hacer el amor de vez en cuando
-ay, Tamara, ay, Ava Gardner- y la literatura. Y los libros, claro, sumó al
final.
Este
podría ser el colofón final:
Acuérdate de que hay muchas clases de
escritores -y empezó a contar con todos los dedos que logró convocar-: los
buenos escritores y los malos escritores, los escritores con dignidad y los
escritores sin dignidad, los escritores que escriben y los que dicen que
escriben, los escritores hijos de puta y los que son personas decentes...
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