“La buena suerte” de Rosa Montero me ha parecido una novela excesivamente ambiciosa: la infancia maltratada; el amor y el desamor; el triunfo profesional; la relación con los hijos; la duración de la vida y la eutanasia; … demasiados y ,muy profundos asuntos para tratarlos desde unos personajes que no dan para tanto.
Y “demasiado cuento de hadas”: ese
amor, a todas luces imposible, redentor y que da sentido a la existencia, ese
nuevo hijo que va a nacer con un padre de 55 años y que llena de esperanza su
vida.
En algunos momentos empalma con la
realidad a base de “citar” noticias del periódico, como queriendo mostrar que
la novela no exagera. Y es muy posible que así sea, que en la vida se dan todas
las situaciones que el relato presenta y todavía más.
Ello no obstante, se lee a gusto,
ofrece materia para repensar algunas de las cosas de nuestra vida, se abre a un
mundo mejor. Por momentos su escritura es brillante.
Y como el asunto de la posibilidad de
elegir el momento de la muerte de uno mismo es tema que me preocupa, os dejo la
reflexión que uno de los personajes de la novela hace sobre ello. Se trata de
un “mayor” que vive atado a un dispensador de aire, casi sin recursos, solo,
sin “nada más que hacer en la vida”:
“Estuvo
[su padre] casi diez años en una residencia pública mientras la enfermedad se
lo zampaba, aparcado en su silla de ruedas […] Felipe se pasaba las horas de
visita frente a él, enderezándole de cuando en cuando […] sin poder comunicarse
con su padre, simplemente observando el destrozo. Que era comparable al resto
de viejos y viejas que le rodeaban en la residencia, varias decenas de muertos
sin acabar de morirse. Felipe se decía: para qué, por qué, cómo es posible que
duremos tanto, que nos sobrevivamos tanto a nosotros mismos, que contravengamos
todas las leyes de la naturaleza, de la razón y de la piedad más elemental. La
decadencia orgánica puede llegar a alcanzar un nivel obsceno. Así que, cuando
por fin el hombre se murió de manera oficial, al regresar del cementerio,
Felipe decidió que él nunca iba a pasar por semejante indignidad y que, para
eso, debería ser capaz de matarse cuando aún estuviera bien, suicidarse muy
vivo, un suicidio que formara parte de la vida y no de la muerte porque Felipe
sabía que, si esperaba hasta estar enfermo, entonces el cuerpo tomaría el
mando, y el cuerpo, dejado a su albedrío, siempre quiere seguir viviendo. Las
células se empeñan ferozmente en vivir”.
Lo que sigue tendréis que leerlo en
la novela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario