Es bastante frecuente
últimamente que por mi cabeza pasen
planteamientos que llaman a acabar con este blog. Quizás para resurgir con
otro. Pero con otro que ya no tenga que ver con la educación.
Todo lo que resta de mi vida trascurrirá “después de
haber educado en Otxarkoaga”. No me queda otra. Pero el peso de mi vida cada
vez está menos pendiente de lo que ocurre en esa “parte del mundo”.
Bueno, eso aclarado, y para
que mi blog siga haciendo referencia viva a su título, comentaré dos asuntos a
la luz de lo leído, escuchado y visto estos días.
Felipe VI, el nuevo rey (si
un rey puede ser nuevo a estas alturas de la historia), ha sido muy claro en el
inicio del curso. La educación, ha dicho, siempre ha sido un instrumento de
progreso. Bravo. Totalmente de acuerdo. Aunque la palabra “progreso” no deja de
ser un término ideologizado, que esconde contenidos equívocos, tan diversos que
con algunos de ellos estaría en absoluto desacuerdo.
¡Que de peleas, discusiones,
luchas… para conseguir definiciones comunes de las palabras más sagradas!
Pero el rey ha seguido. Dice
que la educación tiene hoy dos grandes problemas: el primero es el excesivo
abandono escolar (así, sin entrar en las razones, que eso ya no le toca a un rey) y el
segundo su desfase respecto a las necesidades del mercado laboral (esto último
él lo ha dicho de forma mucho más bonita: “dificultades para la inserción laboral”).
O sea, que en último término
es éste, el mercado laboral, quien viene a marcar las líneas de la educación
(y, sin duda, del progreso)
No vayamos de ángeles. 14 ó
20 años de inmersión en el “sistema educativo” deben servir también para que un
niño llegue a joven debidamente preparado para integrarse en el mundo adulto
del trabajo, que deberá desempeñar hasta la jubilación.
Esto es lo que llamo “enseñanza”:
proporcionar los instrumentos necesarios para participar en la vida laboral. Y
utilizo esta palabra para distinguirla de la educación.
Uno educa acompañando a otros
a buscar, inventar, crear un mundo donde ser (siendo) más libres, felices,
solidarios,… y todas esas palabras que solemos decir, siempre en plural.
Si “enseñanza” y “educación”
se producen en el mismo tiempo y lugar, miel sobre hojuelas. Si no, allá la
posibilidad y el compromiso de cada uno para ser educador y/o enseñante.
Parados en un semáforo en
rojo, esta misma tarde una madre se dirigía a su hijo así: “y a ti, ¿cuándo te empiezan a mandar deberes
para casa?”. “Creo que el mes que viene”, respondía el hijo. Y el niño no
tenía más de ¡seis años!.
Impresionante. A lo largo de
mi vida he oído, discutido, rebatido, y tragado “miles” de (falsas) razones justificantes
de los deberes en casa. Creo que, al final, sólo me ha quedado una pregunta:
¿tanto tiene que enseñar la Escuela que no le da tiempo en doce años, a razón
de 30 horas semanales? (descontando las vacaciones, ya).
Porque lo que está muy claro
es que los deberes para casa nada tienen que ver con la educación. ¿O sí?
¿Estarán educando a nuestros niños para que aprendan a meter horas extras, a
encerrarse a solas con sus problemas, a no jugar, a llegar antes que los demás,
a ser los más trabajadores = los mejores?
Posiblemente, la madre sólo
buscaba que su hijo estuviese ocupado y la dejara en paz.